Reseña de El discurso filosófico de la modernidad, de Jürgen Habermas
Esta apisonadora marca Jürgen no deja pollo sin cabeza. Es tan efectiva que hasta se aplasta a sí misma en la tarea que se impone: un diagnóstico de los errores en los que consecutivamente han caído los distintos autores que han dedicado su obra o parte de ella a la crítica de la modernidad. Desde Hegel hasta Foucault, pasando por Marx, Nietzsche, Heidegger, Derrida y Bataille (y otros invitados menores), Habermas destripa el hilo conductor que subyace a la discusión filosófica acerca de la modernidad y a la crítica de la razón, con el fin de justificar su propia aportación, que se apartaría de los errores que según él cometieron aquéllos. La modernidad, elevada a concepto filosófico por Hegel, va acompañada de una necesidad absoluta de autocercioramiento que sin embargo no puede satisfacer. Sin la posibilidad de una heteronormatividad, es decir, de una fuente externa legítima de la cual extraer fundamentos normativos (como en otro momento fue Dios), y con un fundamento crítico (la razón) que no puede proponerse como totalidad por más que lo intente, el pensamiento moderno se ve imbuido en un bucle del cual no puede salir mientras no se abandonen las categorías propias de la filosofía de la conciencia y de la Ilustración.
Con notables síntomas de alergia intelectual, Habermas se aparta con inclemencia de los autores que considera situados sobre el trasfondo de una crítica anarquista (sic.) a la modernidad y a la razón. Nietzsche, para él origen de la idea de posmodernidad y colocado como su posición de partida, es la influencia directa de todos estos autores: de Heidegger a Derrida, en tanto que críticos de la metafísica occidental, y de Bataille a Foucault, pensadores de lo heterogéneo y lo normalizado. Todos ellos caen, para el filósofo de la Escuela de Frankfurt, en la misma dificultad con la que se encontró el del gran bigote: cómo dar legitimidad a una razón crítica que se destruye a sí misma en el ejercicio de su propia naturaleza. También caen en este saco sin fondo, cuyos devenires a ojos de Habermas son siempre necesariamente fallidos, Adorno y Horkheimer con su Dialéctica de la Ilustración y Dialéctica negativa. Especial saña emplea en la crítica de Heidegger con su regreso a la pregunta por el Ser y, más aún si cabe, en la del pensamiento de Derrida en torno al fonocentrismo y el logocentrismo.
Habermas reserva un lugar especial en el decurso de sus argumentaciones para Marx y su filosofía de la praxis, aunque tampoco ellos se encuentran a salvo de las críticas. En principio retoma sus intentos (en un retorno al joven Marx y al joven Hegel) de establecer la posibilidad de una restitución de aquella totalidad ética que la Ilustración destituyó al deslegitimar la fe privilegiando frente a ella una razón impotente a la hora de tomar su relevo (origen de la cualidad desgarrada de la modernidad). Lo hace, sin embargo, planteando una suerte de subsanación de los errores en los que considera que tanto Hegel como Marx incurrieron al realizar su argumentación sobre las bases de la filosofía de la conciencia. Aunque el segundo tratara de poner a Hegel al derecho, para Habermas no consiguió librarse de los derroteros de la filosofía del sujeto, pues considera que su concepto de praxis, estableciéndose sobre la base del trabajo social en un paradigma de producción, cae en las mismas aporías que el concepto de razón tradicional al llevar en su seno las contradicciones mismas que son fuente de la discordia social e histórica modernas.
No obstante, Habermas hace suya una pragmática que ahora se viste en términos de teoría de la comunicación y filosofía del lenguaje y toma forma en su teoría de la acción comunicativa. Rescata los momentos en los que tanto el joven Hegel como el joven Marx tuvieron la oportunidad de conducir su obra hacia el paradigma de la comunicación y de la ética subjetiva para plantear un paradigma en el cual la acción comunicativa orientada al entendimiento (praxis) es el medio de una totalidad ideal, de una «inmanencia implacable» que se actualiza en formas de vida particulares, siempre concretas y plurales. El concepto de «mundos de la vida» lo saca Habermas directamente de Durkheim y G. H. Mead (aunque, por lo menos en esta obra, sólo les menciona a este respecto al inicio de la obra) y lo hace funcionar junto con la acción comunicativa para explicar la reproducción simbólica, dividida en reproducción cultural, integración social (espacio social) y socialización (tiempo histórico o personalidad). En estos mundos de vida y a través del lenguaje, siempre presente en la forma de interacciones intersubjetivas como acción comunicativa, se reproducirían las «estructuras generales», que son para Habermas las tradiciones, las prácticas sociales y las experiencias particulares ligadas al cuerpo (algo que recuerda de alguna manera a la teoría bourdieana) fundidas en cada caso en una totalidad particular.
En su teoría, los mundos de la vida serían una suerte de sustrato trascendental, equivalentes a lo que la filosofía del sujeto había atribuido a la conciencia en general, entendida como operaciones de síntesis. Empero, la universalidad es en este caso solamente un momento necesario en la emergencia de las totalidades particulares que postula en los términos de «formas de vida concretas». Es de la filosofía del lenguaje de donde Habermas saca las premisas que le permiten postular una normatividad universal, que no sería totalitaria debido a la susceptibilidad que el lenguaje posee ante la crítica de los criterios de validez establecidos en cada «situación ideal de habla». Estas situaciones, en la que los sujetos (en condiciones de igualdad) establecen una interacción comunicativa emplean significados idénticos bajo pretensiones de validez que serían a un mismo tiempo universales y sujetas a críticas (y, por tanto, limitadas a cada interacción particular). Esto es posible bajo la premisa de una razón reducida a su carácter comunicativo, ya que para Habermas, ésta está siempre encarnada como a priori lingüístico en los contextos de acción comunicativa y en las estructuras de los mundos de la vida. Para él, la razón se desprendería por ello de su carácter universal e idealista.
Por último, discute con la teoría de sistemas de Luhmann acerca de la preeminencia de los mundos de la vida sobre los sistemas que éste propone como medio de la reproducción material. Aunque la teoría de sistemas también se establece sobre la base de la comunicación, al contrario que la teoría de la acción comunicativa, los sujetos humanos no tienen en ella ningún papel protagonista (no son los sujetos de esa comunicación). En cambio, la comunicación se genera dentro de sistemas autogenerados que establecen un entorno como aquello que está fuera de sus límites y con lo cual se relacionan en términos de diferencia. En estos sistemas, la comunicación se da a través de distintos medios peculiares a cada uno (el dinero en el sistema económico, la validez jurídica en el sistema jurídico, etc.) No queda claro, entonces, cómo Habermas propone limitar los efectos insidiosos que los sistemas autopoiéticos infunden sobre los mundos de la vida, a los cuales no les queda espacio ninguno entre la trabazón de sistemas y entornos sin centro que propone la teoría de sistemas. Su propuesta pasa por unos «espacios públicos autónomos» producidos por procesos intersubjetivos «de orden superior» que en todo momento deberían estar alerta de su escasa capacidad para ser autónomos, así como de su limitada posibilidad de autoorganizarse en una insólita combinación estable de poder y autolimitación, los cuales actuarían como múltiples centros a partir de los cuales sería posible hacer una crítica a la sociedad que permitiera una acción orientada hacia ella, aunque nunca como totalidad que se media a sí misma. Todo ello mientras reconoce a las sociedades modernas una nula capacidad de autoorganización y escasa capacidad de autoentendimiento (nunca como sociedad entendiéndose a sí misma, que sería la idea hegeliana y marxiana).
Y por aquí van las críticas que se suelen hacer a la teoría habermasiana: por un lado, su extremado sociologismo, lo que parecería demostrar el hecho de que el único rival (digo único porque al resto los considera “desmontados”) de su teoría es un sociólogo y que sus últimas páginas estén dedicadas casi exclusivamente a la teoría de la sociedad; y, por otro, que Habermas, aunque constriñe su concepto de razón, no por ello deja de utilizar figuras idealistas del pensamiento para sustentar sus argumentaciones. A fin de cuentas, él mismo se posiciona al oponerse a Luhmann denunciando sus estrategias puramente empiristas. Por otro lado, y en mi humilde opinión, Habermas no puede deshacerse de un tufillo humanista que asoma entre sus argumentos, apenas disimulado, y que le lleva a un pensamiento totalmente antropocéntrico que sólo puede plantear el lenguaje y la comunicación en términos de la razón humana. La comunicación interespecies, así como los distintos lenguajes animales ponen a temblar sus premisas filosóficas (por mucho que dejen intactos sus desarrollos sociológicos). Habermas no deja espacio ninguno para lo otro de la razón, que no tiene por qué ser necesariamente un concepto tan exotérico como la soberanía batailliana o la locura que ya Foucault ató a la propia naturaleza de la razón, sino, por qué no, la dimensión emocional del mundo (y digo mundo por señalar su naturaleza no exclusivamente humana). ¿Qué hay del lenguaje no verbal, del gesto, e incluso de la música, los colores y los olores? ¿Con qué argumentos dejarlos fuera de la dimensión de la comunicación? Parecería que, en el fondo, el concepto de razón habermasiano peca de nuevo del totalitarismo del que él mismo intenta deshacerse, al colonizar con su objetualización y su normatividad (¿incluso su utilitarismo?) el espacio infinitamente rico y diverso de la comunicación.
Asimismo, diría que Habermas muestra una cierta candidez política en sus planteamientos. Aunque su propuesta sigue una línea radicalmente democrática (en su sentido de proceso, uno casi diría que no tan lejano de las posturas anarquistas) con un potencial indiscutible, deja fuera de su teoría las consideraciones sobre la violencia, que atribuye a los sistemas autonomizados mediados por el dinero y el poder, como el mal que ha ido creciendo históricamente con el desarrollo de la modernidad y su proceso de diferenciación. Esta diferenciación no es resultado de otra cosa que la racionalización del mundo de la vida de la cual surge también, para el teórico alemán, el potencial de la racionalidad que la acción comunicativa lleva en su seno. Por tanto, parece que se presenta aquí, de nuevo, esa ambigüedad propia de la modernidad (promesa de salvación y amenaza autodestructiva) que el autor ha diagnosticado como el problema irresuelto en todas las contribuciones al discurso filosófico de la modernidad previas a la suya. Quedaría atrapado, de esta manera, en la misma encrucijada que los demás, por mucho que invente una salida ideal al problema sustituyendo las categorías de la filosofía de la conciencia por las de las teorías de la comunicación y la acción comunicativa que permita una fundamentación normativa inmanente. Además, al sacar de la ecuación la categoría de trabajo y, con él, al concepto de dominación, no puede explicar ni tener en cuenta las relaciones de explotación que atraviesan a las sociedades modernas. Quizá sobreestima la fuerza de la que pueden revestirse los vínculos mediados únicamente por los intercambios comunicativos, así como la viabilidad de los «espacios públicos autónomos» generados por «procesos de comunicación superior» (¿en qué momento la opinión pública se corresponde con una cualidad «superior»?). Su idealismo en términos teóricos se alía, incluso, con una esperanza un tanto vergonzosa puesta sobre el potencial de una nueva Europa nacida del entendimiento intersubjetivo de los hablantes. Europa, precisamente la cuna del capitalismo, la explotación desalmada y el imperialismo aniquilador de todo otro con el que pudiera, idealmente, establecerse una relación comunicativa.