Aunque un día ya no esté, siempre recordaré aquel McDonald’s justo bajo el Acueducto de Segovia. Su mera presencia me ofendió profundamente. Ocupaba un lugar privilegiado donde, no sé, debería haber habido alguna cosa más relevante. Quizás un museo o una biblioteca. Pero a la vez me fascinaba esa muestra descarada de poder.
Caminando por Madrid no cuesta demasiado encontrar edificios antiguos que en su última encarnación son un Burger King o un KFC. Desde fuera su estilo es grandilocuente, con fachadas de relieves pétreos y demás detalles de un tipo de lujo que ya no existe. Entras dentro y es el mismo sitio de siempre. Las mesas de conglomerado pegajosas de Coca Cola derramada; la innecesaria variedad de alturas de los asientos, el griterío de niños insatisfechos, los vinilos medio elegantes y medio feos de las paredes… Te vienen treinta recuerdos a la cabeza pero a la vez no te viene ninguno en particular.
Quizás el ejemplo más exagerado es el de aquel McDonald’s en Italia construido sobre una calzada romana. El suelo es de cristal y mientras haces cola para pedir un McChicken puedes mirar a las cuencas vacías de un esqueleto que yace ahí. Dudo que se hubiese imaginado que en esto se habría convertido su lugar de descanso eterno.
Todo esto se me hace un tipo de maldad tan mundana que ni siquiera parece cruel, simplemente una cosa más que “es lo que es”. Como lo de tener un McDonald’s en Guantánamo. Es su negocio y es su derecho comprar estos inmuebles para poner sus restaurantes. A veces incluso hacen una buena labor, porque es posible que las autoridades locales tuviesen estos sitios abandonados y que negocios más pequeños no hubiesen podido alquilarlos. Pero a la vez hay algo de humillante en coger esos lugares y convertirlos en “cualquier sitio”. Es la colonización de la Nada, de una civilización invisible que no pertenece a ningún país, ni siquiera a Estados Unidos.
Es triste, es gracioso, profundamente impactante pero poco relevante. Difícil enfadarse y, si te enfadas, difícil explicar por qué.