Queridas lectoras, queridos lectores,
En la pasada reunión necropiana, dedicamos un breve espacio a hablar del efecto proustiano a partir de un fragmento de “Por el camino de Swann”, dentro del primer volumen de la obra En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust:
«Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.
Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. «Por el camino de Swann, Marcel Proust, 1913
El efecto de las magdalenas de Proust es entendido como la reacción que se genera en nuestro cerebro y que asocia los aromas percibidos con recuerdos y experiencias vividas. A partir de este fragmento, lxs necropixs cerramos los ojos, nos llevamos un pedacito de magdalena imaginaria a la boca y dejamos a nuestra memoria el resto. Estos son algunos de los recuerdos que este sabor nos evocó:
Bego
Me acuerdo de un desayuno en la casa de mi abuela. Estábamos muy lejos y nunca la veíamos así que casi no la conocía… Todo se me hacía extraño. Mi abuela me parecía demasiado cariñosa conmigo, apenas nos habíamos visto en la vida. Cuando tenía ocho años no entendía por qué era así conmigo.
Pau
Me acuerdo de las mañanas en la casa de Alejandra. Los vasos de leche y las magdalenas nunca faltaban. Tampoco el sonido de los cacharros mientras su madre recogía. Nos sentábamos en las sillas de mimbre, aún con el pijama y los calcetines rojos. El suelo de su casa tiene una cera roja que tinta todo aquello que lo pisa. Recuerdo que no era algo privado sino colectivo. A las magdalenas les acompañaban los chorretones de leche en el pijama y las risas. Luego la bronca de su madre.
Irene
Me acuerdo de los días en los que un paquete de magdalenas aguardaba en la mesa a la hora del desayuno. Me acuerdo de la casa, de cómo teníamos que enganchar la cortina al armario para que entrase algo de luz natural. Me acuerdo del ajetreo que envolvía las mañanas, del ruido del exprimidor cuando mi padre hacía zumo de naranja (“¡No dejéis que se vayan las vitaminas!”), del olor del café que preparaba mi madre. Me acuerdo de la mirada crítica de ambos cuando mi hermana o yo íbamos a por las magdalenas (“¡Dónde haya un buen pan con aceite…!”).
Pavlo
Me acuerdo del olor a hostia sagrada que envolvía el aire de la iglesia y de cómo el cura sostenía la oblea entre sus dedos y repartía auténtico sabor a Dios en las bocas de los fieles.
Mariona
Me acuerdo de las migas de la magdalena entre mis dedos. Aplastándolas, creando una masa espesa. Luego, añadiendo leche condensada a esa masa, y removiéndola dentro de un bol. De mi abuela al lado, con sus manos grandes, formando redondas pegajosas, dulces. En su cocina antigua, de mármol oscuro. Creando inventos: las bolitas de magdalena con cola-cao. Inventando nuestro mundo.