Queridas lectoras, queridos lectores,
Éxito rotundo del ejercicio de escritura «La mano que mece la cuna» en la pasada reunión necropiana. Como decimos siempre, escribir es otra manera de leer. ¿Y qué mejor forma para poner nuestro lema en práctica que escribiendo un microrrelato donde la mano sea la protagonista?
Aquí van los relatos participantes.
¡Que los disfrutéis!
La mano que necesita que le echen una mano (por Ana)
Para empezar me gustaría dejar claro que me encuentro bien. Solo he decidido venir porque mi pareja me lo ha pedido insistentemente, dice que de un tiempo a esta parte estoy más intranquila. Es cierto que me he vuelto algo más torpe, aunque creo que lo que pasa es que las superficies se han vuelto más resbaladizas con el calor, ¿no es así? Esa sensación pegajosa permanentemente me irrita. Puede que tenga algo que ver este exceso de trabajo, ya sabe, todo el día tic tic tic, un no parar. Es normal que no nos dé tiempo a vernos. A menudo pienso: estamos tan cerca y a la vez tan lejos… Pero ¿qué otra cosa podríamos hacer? Es nuestro deber, solo seguimos órdenes. No voy a mentirle, a veces me rompo un poco, o más bien algunas partes de mi se quiebran.
Pero es inaguantable sentir que no te prestan atención, que no eres importante, mientras tú lo haces todo por ellas. En mi caso, cuando no me agota con movimientos repetitivos sobre un trozo negro de cristal me hace deslizarme por zonas asquerósamente húmedas. Cuando tiene la consideración de cubrirme es porque alguien se lo recuerda, sin embargo a menudo me llevo la peor parte de la intemperie y las heridas me duran semanas, hasta que las finas grietas se van abriendo y de nuevo recuerda que existo. Puede que al llegar la noche, de pronto, ella decida cubrirme de una gran capa grasienta y al fin consiga aliviarme…
Como puede ver no me pasa nada más extraño que la simple vida de una cincodedos normal como yo.
¡Ciao, Mano! (por Ángela)
Era una buena historia, una historia realmente brillante la que se le acababa de ocurrir. No podía esperar ni un minuto más o se olvidaría de algún detalle. Debía de abandonar de inmediato aquella clase de aerobic, que sin duda no estaba hecha para un hombre de su corpulencia, y volver a su sucio escritorio para escribir. Se trataba de una necesidad imperiosa, al fin y al cabo, él se debía a su oficio de escritor no a su físico.
La idea tenía bastante fuerza, la protagonista: una mano. Una pobre mano que se encontraba oprimida y dominada por los deseos de su dueño. Un italiano flacucho que causaba más desagrado que deseo ante el público femenino. Bueno, ante el público en general.
Una noche, mientras que el italiano dormía profundamente, alentada por las reminiscencias de revoluciones pasadas la mano decidió que había llegado el momento. Iba a escapar de su yugo, se había hartado no quería seguir viviendo esa vida. En la Italia anacrónica, donde el escepticismo había invadido a la sociedad y lejos de hacer al individuo más libre le había dejado desamparado ante una pérdida de la moralidad y un auge de la perversión y el socialismo. En ese terrible escenario, las únicas tareas que se le encomendaba a la mano se podían resumir en teclear impúdicos mensajes con una estructura gramatical preocupantemente pobre y poner la palma mirando hacia arriba mientras juntaba las puntas de los dedos y realizaba movimientos ascendentes y descendentes para acompañar con ese gesto las enérgicas palabras que soltaba su amo.
Aborrecía esa decadente vida y ansiaba con todas sus fuerzas vivir en la Italia renacentista. Le hubiese encantado ser la mano de Miguel Ángel y haber esculpido “La Piedad del Vaticano” en vez de ser la mano de un baboso condenada a sobar disimuladamente a las chicas aprovechando la oscuridad y la multitud de las discotecas.
Entre ronquido y ronquido de su amo decidió que había llegado el momento, iba a escapar. Se embarcaría en una larga travesía, surcaría los mares y atravesaría todas las montañas necesarias hasta encontrar un nuevo amo con una sensibilidad estética y una concepción de la geometría del tiempo más acorde con sus ideales.
En su escritorio, repleto de pañuelos con restos de sustancias sospechosas y sobras de comida, terminó de escribir la historia. Se preguntaba si la revista para la que escribía publicaría la historia. Era consciente de que se salía ligeramente de la línea argumental, pero tenía que intentarlo. Corría el riesgo de caer en un serio hastío vital si seguía escribiendo únicamente críticas de cine para aquella revista porno.
La mano que te da de comer (por Bego)
Estaba cansada de seguirle a todas partes, aquí y allá. Estar pendiente de todos sus caprichos, sujetar cada uno de los cigarrillos que se llevaba a los labios. Veía sus dientes torcidos y amarillentos más cerca que nadie. Me agarraba con fuerza a manos incautas para cerrar tratos que mi amo no tenía la menor intención de cumplir. Lo único bueno que él tenía eran sus camisas. Algodón egipcio, puro lujo. El tejido me acariciaba todas las mañanas cuando se vestía para ir al trabajo.
Intentaba mantener el hábito de resistirme a su voluntad. A veces conseguía temblar o provocar un gesto brusco que él no había planeado. Tiraba al suelo los cigarrillos que tanto amaba o hacía que se cortase con un folio. Poco a poco conseguí más y más. Escuché a mi amo confesarle a un “amigo” que pensaba que estaba desarrollando Parkinson. “Cuando te haces mayor, el cuerpo se vuelve en tu contra”, le respondió riendo. Decidí dejarle en paz un tiempo.
Una noche de verano mi amo fue a un bar de las afueras. Eligió sentarse en la terraza por el calor. El rectángulo amarillo de la luz del interior se proyectaba sobre la tierra. Se podía escuchar la retransmisión de un partido de fútbol en el que nadie marcaba. Yo le llevaba diligentemente aceitunas y cerveza fría a la boca. Devolvía al plato con cuidado los huesos llenos de su asquerosa saliva.
Por fin, un gol. El público del estadio rugió. Fue cuando lancé la aceituna más grande directa a su garganta. Mi amo me llevó instintivamente a su cuello, como si yo fuese a ayudarle. Se levantó tirando la silla, apoyándose sobre la mesa. No podía decir nada. Nadie podía escuchar nada con el estruendo que venía de la televisión. Él no tardó en caer derrotado al suelo.
Dejó de moverme. Por fin era libre. Cuando llegó el camarero, un chico demasiado joven, yo movía mis dedos torpemente pero con voluntad propia por primera vez. Sólo conseguía moverlos un poco, con un gesto nervioso como el de las patas de una cucaracha. Y cada vez menos.
“¡No tiene pulso!”, escuché decir al camarero llorando.
Dúo para manos: Op. 30 Finale (por Mariona)
Allá en el fondo está la vida, pero no tenga miedo. Encuentre un buen asiento acolchado pero firme. Ajuste su altura de forma que el peso de su cuerpo quede repartido entre el área glútea y los pies, reposados en el suelo. Mantenga la espalda recta y no se sienta más allá de la mitad delantera de su banqueta. Relaje los hombros y los codos. Ahora apunte con el dedo índice y entone una letra: A. Aaaaaaaaa. Busque un tema para su pieza, encuentre la tonalidad y determínelo en la armadura. Ya está preparado para componer la obra de su vida. ¿Sonará su melodía como el silbido del ruiseñor en una mañana primaveral o evocará la melancolía del claro de luna reflejado en el estanque taciturno?
Para empezar, acomode la parte inferior de la palma de ambas manos sobre el teclado como una hoja caduca suspendida en el aire. Coloque los dedos sobre las teclas y extiéndalos de forma que queden distribuidos por toda la superficie para propiciar su movimiento fluido por la escala. Subida: pulgar, índice, medio, pulgar, índice, medio, anular, meñique. Bajada: meñique, anular, medio, índice, pulgar, medio, índice, pulgar. Ejercitados muñeca y flexores, dispóngase a pulsar con toquecitos suaves las teclas premeditadas. Cuanto más haya pensado antes de poner una nota por escrito, más contundente se le entregará ésta. Y ahora ¡crescendo! ¡crescendo! ¡Golpee las teclas con intensidad! ¡Ahora sus dedos son macillos accionados por sus brazos! ¿Qué más quiere? ¿Qué más quiere? ¡Eso es música! ¡Siéntala en sus manos y déjelas latir en libertad! ¡Imítelas con su cuerpo, abandone su rigidez, dance con la melodía! La habitación se irá llenando de notas y podrá sentir la orquesta acompañando su obra maestra. No olvide anotar sus notas en el pentagrama. La música conquista el pensamiento; la escritura lo domina. Ahí tiene su creación: un dúo para manos. ¡Oh, manos! ¡Manos siamesas, manos paralelas, manos imperfectas, manos grandes, manos cortas, manos esclavas la una de la otra, manos ansiosas, manos anhelantes y deseosas, manos juguetonas y saltarinas, manos llagosas y sudorosas, manos, manos, manos, manos vivas!
Y ahora da capo al coda (D.C.). Repita la pieza desde el principio. Y repita otra vez. Y otra. Y otra. Y otra. Y otra. Y otra. Así es como se aprende a tocar el piano. Y allá en el fondo está la vida si se asume la absoluta soledad y se llega a comprender la perseverancia en uno mismo como forma de vivir en armonía.
Historia universal de la mano (narrada en primera persona) (por Pavlo)
No sé cuándo nací ni gracias a qué hechizo, pero pronto el movimiento se convirtió en mi mandato. Fui arrojada a las ramas y aprendí a transitarlas con desenvoltura. Pasado el tiempo toqué el suelo y mi mundo cambió. No podía contentarme, me decían, tan solo con desplazar cuerpos. Y así, movido esta vez por otros artefactos, viajé primero al norte, luego al este y al oeste. Descubrí nuevas vocaciones (si acaso se puede llamar así lo que yo nunca pude elegir): esculpir rocas para cortar, esculpir rocas para cascar, esculpir rocas para esculpir rocas, esculpir rocas para cazar… Para matar. Aprendí también a dejar mi huella sobre las paredes y más tarde a plasmar las ideas del cuerpo por escrito. Descubrí después la construcción, que es otra manera de fijar ideas, y me siguieron transportando en todas las direcciones. Sostuve espadas y cetros, fetiches y cuentas, azadas y semillas. Nunca nadie me preguntó si realmente quería hacerlo. Continué llevando las riendas de las reses y la vida. También las de la muerte. Seguí trepando por las grupas del mundo, alentada a llegar a lo más alto, y me perdí por el camino. Lo último que recuerdo es apretar el botón nuclear y fundirme en la nada que mis propios dedos habían engendrado.
Si me hubiesen preguntado todo habría sido de otra forma. Yo siempre fui indiferente al futuro y a las alturas. Yo hubiera preferido acariciar los cuerpos o sostener otras manos con cuidado.
La mano que espera (por Cae)
La punta de los dedos está exageradamente representada a nivel neuronal, pero yo me siento abandonada. Un tercio del cortex sensorial primario dedicado a sentir cómo golpea mi índice, insistente y sin saber por qué, la mesa del comedor. Oigo con mis huellas dactilares un eco impaciente dentro de la madera, uno que no suena para nadie más porque su significado está en otra parte. Yo me quedo sin explicaciones mientras las implicaciones de mi gesto resuenan en el cráneo, lejos de mí. Y supongo que sigo órdenes, que los ojos han visto algo y el corazón palpita. No sé si ellos tienen más información o se sienten como yo, poco más que una pieza de carne que actúa sin sentido. Siempre tengo cosas que hacer, eso sí, igual por mi set completo de cinco dedos. Uno oponible y todo. Son muy distintos entre ellos pero hacen muy buen equipo. Acarician y sienten como nadie. Que se lo digan al codo o, pobre, al pie, con esas cagarrutas atroces que le cuelgan. Mis dedos rascan, aprietan, cogen, se retuercen. Se cuelan por la ranura entre el asiento y la puerta del coche hasta alcanzar la moneda que se ha colado por ahí. Sé que son importantes y sé también que son expertos comunicadores, escritores, conversadores. Si es necesario, mi palma da también unas bofetadas que me dejan calentita de la elocuencia que consiguen. Pero nunca entiendo por qué y eso le quita la gracia. Hablo y hablo, pero no sé nada más allá de una textura inmediata o dónde no tocar porque quema. Tengo que creer, ahora, que el golpeteo incesante de mi índice será escuchado, que alguien lo recibirá y habrá consecuencias. Algo pasará, pero hasta que pase, debo esperar. Durante segundos, minutos, lo que sea necesario. Un, dos, tres. Golpeo. Tres, dos, uno. Golpeo doble. Un, dos, tres. Golpeo. Hasta que haya una hendidura en la mesa que se amolde a la curva de mis dedos, amigos íntimos ya de las vetas marrones que absorben mi sudor. Hundo los dedos en la hendidura, casi como si tonteara con esa cama a medida que, durante un segundo, está llena de la suavidad de encontrar un lecho. Pretendo decidir, rebelarme en una alianza con la mesa inerte, pero no dura. Contra todo pronóstico, ella se vuelve contra mí, rasposa, aunque no tiene nada que hacer. Algo insistente me viene de dentro, algo mucho más fuerte que el picor de las astillas rompiéndome la piel. Sigo, tengo que seguir. Con un índice que trabaja y golpea, perforando la madera inerte. Con un dedo corazón que me pica y un anular que le rasca. Un meñique alelado y un pulgar que me estorba. Tiene una pielecilla estúpida al borde de la uña. La arranco inmediatamente, no sé cómo se me ha podido pasar. Una pinta roja se coagula antes de brotar y me insulta. No duele pero me hace saber que se acabó cuando para el golpeteo.
Pasa algo.
Al fin, pienso.
Pero ya no siento nada en la punta de los dedos.
HerMano (por Ale)
Llevaba una vida solitaria. Escribía, tecleaba y, ocasionalmente, garabateaba. Una y otra vez, día tras día. Era una mano tan diligente, sin embargo, que no tenía tiempo de pensar en su soledad, solo en el trabajo que le quedaba por hacer. Era tal su concentración que una mañana, tecleando, se llevó un susto terrible: descubrió que no estaba sola. Tenía un acompañante de idéntica apariencia, pero de actitud muy diferente. Tecleaba con torpeza y ni siquiera se atrevía a escribir. Hacía muchas cosas mal, pero con un particular brío y alegría que suscitaba simpatía. Así pues, la mano se propuso ayudar a su patoso gemelo, y, con el paso del tiempo, olvidó que tenía que olvidar su soledad. Ahora, sencillamente, no existía.
El cigarro y la mano. Historia de una amistad forzosa (por Pau)
Ante las ansiedades, el cigarro es lo primero que aparece entre mis dedos. Podríamos decir que es Dios quien trae el papel, las boquillas y el tabaco. Sin embargo, soy yo, la pobre mano trabajadora, la encargada de envolverlo.
Os preguntaréis si este cigarro tiene personalidad. Y yo responderé que sí. ¿Desaparece cuando se acaba el cigarro y viene una nueva? No, y ¡menos mal! ¿Os imagináis tener que estar conociendo diferentes personalidades cada dos horas o menos? Creo que me convertiría en una máquina sin sentimientos. A pesar de que Cigarro y yo somos muy diferentes, hoy puedo decir a regañadientes que es… mi amigo. O compañero o brother o manito, como dice ahora la juventud.
A veces estamos en medio de una conversación interesante cuando, pof, se apaga. Y, claro, la humana lo deja durante un largo rato así hasta que, de nuevo, lo vuelve a prender. A veces estas pausas me benefician porque Cigarro es un hombre y pues, ya sabéis, me interrumpe todo el rato. Es como cuando las amigas de la humana le dicen que cuente hasta 10 antes de hablar o de actuar. Igualito, aunque con una imposición externa y no tanto autocontrol. De hecho, a veces busco en la humana la figura de mediadora. Cuando Cigarro y yo discutimos, le tiro las boquillas al suelo o lío el pitillo al revés para que se dé cuenta de que no queremos compartir. Nunca hay respuesta de la humana. Él es aún más violento y me castiga enganchándose a los labios de la humana para que cuando yo me deslice por él tras la calada, se quede pegado en ellos y me hiera con su punta incandescente. Varias marcas tengo en la piel debido a ello.
Otras veces, cuando voy borracha, digo tonterías. A veces le digo incluso que le quiero y, al día siguiente, Cigarro afirma lo que escucha de las humanas: las borrachas dicen la verdad. Yo se lo niego rotundamente y le espachurro entre mis dedos. Él se ríe. Quién sabe, quizá sea verdad que le tengo cariño.