La Nueva Necropia/Textos propios

«Variaciones sobre un cuadro de Hopper» (por La Nueva Necropia)

Queridxs necropixs,

En la última sesión necropiana, nos inspiramos en los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau para dejar volar nuestra imaginación y escribir diferentes historias estilísticas a partir de la escena del cuadro Oficina de noche de Edward Hopper.

Para contextualizar la pintura, nos basamos en la siguiente hipotética descripción de los hechos:

«Es la noche de un miércoles de mayo. Antes de salir de la oficina, llamo al despacho de X. para decirle que me voy. Abro la puerta y observo a ese hombre trajeado leyendo con solemnidad la carta que tiene entre manos. Y., que parece hurgar en la cajonera, también tiene la mirada clavada en ese papel. De repente, suena el teléfono.»

A partir del cuadro y el texto base, cada necropix escribió lo que esta escena le suscitaba. Después, compartimos entre nosotrxs escritos y lecturas posibles derivadas de este sugerente escenario.

Los distintos textos que escribimos son los que os dejamos a continuación.

Buen martes de oficina 😉

Formas, por Mariona

La geometría de aquel lugar era rómbicamente incómoda. La puerta chocaba con el pupitre de la taquígrafa al empujarla hasta un ángulo máximo de 45º. A la derecha, la rudeza de una pared de pladur cortante y fría que travesaba la habitación en diagonal. Enfrente, el escritorio estrecho donde se encajonaban las piernas de X., colocado de forma asimétrica a la ventana baja. Se trataba de un despacho esquinero que invitaba a la claustrofóbica tarea del oficinista.

Cuadro Jóper, por Pavlo

Cambiaste el césped por el suelo de moqueta. Ya no sabes distinguir las bombillas de la luna y tu piel se confunde con el traje. La soledad se alivia entre papeles. La vida se amortigua detrás de los cristales.

Luz Prestada, por Alejandra

Mientras contestan a la llamada observo la tenue luz de la lámpara verde con la que estaban leyendo. Es una lámpara hermosa, de mejor calidad que las de los otros despachos. Esto tiene sentido, ya que no pertenecía originalmente a ningún despacho. Ay, si las lámparas pudiesen hablar, esta nos hablaría de una infancia feliz, de iluminar los escritos de un artista, y de repente, de ser arrancada de su hogar y encerrada bajo estas cuatro paredes para pagar una deuda. Si pudiera hablar, contaría como ahora iluminaba chanchullo tras chanchullo, despido tras despido. Hablaría de cómo su luz se reflejaba en las lágrimas de incontables personas que pasaban por el despacho. Contaría como, a veces, bajo el ángulo correcto, iluminaba las miradas de odio que lanzaba Y. Si pudiese hablar, aquella lámpara hablaría de cerdos y su San Martín, y de cómo estaba iluminando con gusto aquella fatídica carta de aquella noche de mayo.

Por Begoña

Paras de escribir, me pregunto por qué. Quiero saber cómo continúa la historia. ¡Mira! Yo tengo todo lo que necesitas para llevarlo a cabo. Todas las letras del abecedario y todos los signos de puntuación.

Siempre me haces lo mismo: parar en la mejor parte. Seguro que esta acaba en el cajón de su escritorio como las demás, sin terminar. Sueño con que algún día decidas retomar aquella historia de espías mezclada con viajes en el tiempo, un proyecto tan farragoso como fascinante.

Que sepas que me fijo en cómo te fijas en tus compañeros de oficina, con los que apenas solías cruzar dos palabras en todo el día. Te conocen como un trabajador serio y diligente. Todo el día allí, tecleando. Siempre has preferido permanecer fuera del marco, mirando el cuadro. Pero ahora te interesan sus vidas, le preguntas a ella que qué su hermana en Francia o al otro si disfrutó de la pesca el domingo. Luego estampas esos retazos de realismo en tus personajes. A medida que has ido conociendo mejor a tus compañeros tus historias se han convertido en algo más pequeño. Ya no hay viajes al Amazonas ni al fondo del Atlántico. Ahora el argumento de tus novelas se reduce a una humilde oficina. Sueñas más pequeño, pero también sueñas más cerca.

Te gustaría enseñarle a ella lo que escribes, llevas pensando en ello días. Lo sé porque has ensayado el diálogo entre mis teclas. Y, ¿oh?, parece que ha llegado el momento. Te levantas de tu silla justo antes de que ella tenga que irse, con una historia corta en mano, un folio tembloroso… Dices su nombre. Ella se gira. Pero justo cuando vas a hablar, de repente, suena el teléfono.

Por Caetana 

Es la noche de un miércoles de mayo. Antes de salir de la oficina, llaman al despacho del Sr. Xuster para avisarle de que se van. Se abre la puerta y observan a ese hombre trajeado leyendo con solemnidad la carta que tiene entre manos. La señorita Yvonne, que parece hurgar en la cajonera, también tiene la mirada clavada en ese papel. De repente, suena el teléfono. Me pisotean sin piedad. El tacón apresurado de Yvonne me desgarra y su suela amortigua cómo responde al aparato. La posterior conversación, si esto fuera un cuadro de Edward Hopper, iría sobre la carta que sujeta el Sr. Xuster, sin duda con un contenido altamente emocional que contener con hombros estables y expresión impertérrita. Podría ofrecer una brizna de optimismo para un hombre y su secretaria, endeudados hasta las cejas. La venta de un suelo en el centro ciudad. El fallecimiento de un pariente lejano que deja una pequeña fortuna detrás. Por no hablar de la infidelidad y el alivio que supondría enterarse de la escapada impulsiva de la esposa e hijos a la casa de campo de los abuelos durante una temporada. Por otra parte, podría tratarse de una carta que termina por desbordarles y una llamada que confirma la tragedia. Palabras que suenan y se leen en estado de disociación y que justificarían los boquetes de la suela desgastada del tacón que me oprime. Un escenario en el que a ella no le queda nada, salvo la promesa de huir con los pasaportes y el delgado fajo de dinero ocultos en el fondo del último cajón de la columna de taquillas metálicas. Abandonar la ciudad y su ritmo tedioso, entregarse a la aventura que empezó repleta de sensaciones multicolores y de la que sólo quedan tensiones chiclosas y ruina. Intentar recuperar al detestable hombre trajeado que se sienta en su silla como si la vida no se le estuviera deshaciendo entre los dedos. Yvonne sería ese cliché de mujer que quiso ser independiente, pero se enredó con un hombre casado y cruel al que odiaría para siempre como penitencia por haber sido tan estúpida. Le aguantaría y le querría mientras pudieran librarse de esa oficina de mentira, de la carta y la llamada. ¿Y yo? Yo me quedaría atrás, rota en el centro, boca abajo, saboreando el polvo de la moqueta del suelo, empujada debajo de la mesa, completamente invisible hasta para el espectador de la escena que ha llamado a la puerta, marcada con ceras de colores y formas humanoides de trazo infantil y unos garabatos que pretenden formular un “te quiero, papá”.

Pero quien se despide por la puerta es un compañero del Sr. Xuster, un campeón de las finanzas y un buen hombre. La carta no es más que una factura de la luz, que podrán pagar aunque hayan subido los precios. La llamada no tiene nada que ver, un cliente que quiere confirmar un dato bancario. Yvonne recibirá su sueldo, con el que podrá comprarse al fin unos zapatos nuevos y tomarse algo con apuestas señoritas al salir de la oficina. Y yo, yo no soy más que un papel sucio al que le gustaría que esto fuera un cuadro de Edward Hopper, que jamás me pintaría para no ser más que un condenado papel sucio. 

Por Ángela

Es la noche de un miércoles de mayo. Antes de salir de la oficina, llamó al despacho de XX para avisarle de que me voy. Abro la puerta y observo a ese hombre trajeado leyendo con solemnidad la carta que tiene entre las manos. YY, que parece hurgar en la cajonera, también tiene la mirada clavada en ese papel. De repente, suena el teléfono interrumpiendo la escena. Mientras levanta la vista de la correspondencia para descolgar el teléfono me dedica una mirada para aprobar mi marcha al igual que todas las noches pasadas. Mi ritual de salida no era la única cosa que había permanecido inmutable con el paso del tiempo. Desde que había entrado a trabajar nada había cambiado, la lámpara verde alumbraba todos los días a la misma parte del escritorio, los muebles permanecían erráticos en el mismo sitio y la luz entraba con la misma intensidad por la ventana sin importar la época del año.

Sin embargo, existía un testigo silencioso del paso del tiempo, un guardián de los secretos e historias de la oficina. Se encontraba ubicado en el rincón más discreto, donde las sombras se entrelazaban entre sí. Desde su lugar de reposo, podía gozar de una perspectiva única del despacho. Su elevada posición le permitía observar a todos los habitantes de ese mundo microscópico como un Dios benevolente desde su trono. Cada chirrido de sus cajones era como un suspiro nostálgico que resonaba en el vacío de la oficina, recordando a todos aquellos que pasaron por allí que el tiempo no perdona y que, tarde o temprano, todo queda relegado al olvido. Los documentos que una vez fueron importantes y relevantes, como la carta, se acumulaban en sus cajones, olvidados y desplazados por nuevos proyectos y prioridades. Las promesas hechas en contratos antiguos se desvanecían con el tiempo, y los recuerdos de eventos pasados se desdibujaban lentamente en la memoria de aquellos que los habían vivido.

Abrigo, por Guada

I.

Bien sabe un abrigo experimentado calibrar las intenciones de su amo según el modo en que lo deja reposar. Solo a los más necios escapa la impaciencia detrás de un doblez veloz sobre el regazo o la ilusión de una velada prolongada anunciada al colgarnos en un perchero de pie. Si estas verdades resultan esquivas para los más novatos, comiéncese por ilustrarles la más ruda ostentación de malestar: negarnos un descanso en espacios cerrados. Quien bebe un café con la chaqueta puesta o pone pie en un hogar sin quitarse el sobretodo no hace más que recordar a cada instante su intención de huida, horada la intimidad con la aguja de lo exterior. Es cierto –en defensa de los Recién Confeccionados– que algunas condiciones meteorológicas entorpecen el análisis. El verano impone una cesura al refinamiento de nuestras intuiciones y la lluvia influye un desapego rápido más vinculado a la hidrofobia de los Portantes que a la expresión de un estado anímico determinado (en este sentido se explica el diálogo entablado en los últimos años con el Sindicato de Paraguas).  

El juego de diagnóstico representa, en realidad, apenas un momento iniciático del cultivo de un arte mayor. Una técnica milenaria, tan antigua como las capas de piel utilizadas en las cavernas, teje el hado de los humanos a la par que mantiene su ilusión de libertad. ¿Cuántos sobretodos han admitido haber inducido un picor incómodo en el cuello de sus dueños para ahorrarles una conversación hostil? ¿Cuántos impermeables reniegan de su prefijo a fin de forzar el retorno a casa? Incluso los hay cuyas acciones podrían ser calificadas de heroicas: gabardinas que se extravían a propósito con el objetivo de que su propietario olvide a quien se las ha regalado, chalecos que aflojan la tensión de los botones en pos de evitar presentaciones ridículas, rompevientos que dejan pasar la brisa para ventilar el hedor insoportable de un sudor no planificado. Los humanos se han devanado los sesos intentando explicar los fundamentos de la sociabilidad mediante disposiciones morales o configuraciones genéticas. Cuando la Fortuna ha guiado su ojo a la materia, fue apenas para resaltar las bondades de inventos antes estrafalarios que determinantes. Una logia de abrigos hilvana la cotidianeidad y, entre botones, ardores e incomodidades, fuerza el azar del encuentro.

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