Queridxs necropixs,
Seguimos en marcha con los ejercicios de escritura de nuestra autogestionada sección «Textos propios». Y aprovechando que ayer celebramos el día del libro y la rosa, qué mejor forma de reivindicar la lectura y la escritura que compartiendo los microrrelatos que lxs necropixs escribimos para el pasado encuentro.
Que disfrutéis de los textos mientras seguimos proclamando que escribir es otra forma de leer 🙂
Abrazos floridos,
El Eco del Tiempo, por Ángela
Pasadas las áridas llanuras, pero sin llegar a la montaña se encontraba asentada la pequeña población. Casas pobres, calles empedradas sin iluminación durante las largas noches de invierno. Daba la sensación de que la pequeña población se encontraba congelada en el tiempo si no llega a ser por la iglesia, día tras día más abandonada. Desde el fallecimiento del hermano Manuel ningún cura había reemplazado su lugar. Mientras esperaban la llegada de su predecesor algunas mujeres del pueblo iban quitando el polvo, pasados los meses dejaron de ir. Paulatinamente la iglesia fue perdiendo su esplendor, en una población estática donde los habitantes se encontraban arraigados a la tierra quedó como un recordatorio del paso del tiempo y un testigo silencioso de cada acontecimiento.
Por Guada
El señorío de la síncopa marchitó mis flores. En el fondo del pesimismo ornamentado, la luz de una refutación: al final, el cine supo ser arte.
Los vecinos del edificio “La Equidad” estaban poco interesados en la mayúscula que daba nombre a la comunidad. Ni siquiera Eleonora, que todos los días escribía civilmente su nombre en el cuaderno de cuarto de primaria, se había percatado de la impertinencia de una gigante a la cabeza de un sustantivo común. Con la llegada del nuevo año, el uso del agua debió escalonarse y los de los bajos fueron obligados a ducharse en los horarios que dispusieran los del ático. Ahí sí, el Sr. Gómez, que hasta entonces había permanecido callado, sugirió, en la reunión de consorcio, introducir una minúscula más coherente.
Por Caetana
Una gota de lluvia engorda saludable en el vientre de su madre al son de cánticos tormentosos. En cuanto nace, un precoz primer paso la hace caer al vacío, huérfana inmediata. Va a parar a la mejilla de una cría humana que, maravillada por las implicaciones de un líquido transparente y rechoncho, se la mete en la boca. Siguen toda clase de vejaciones gástricas y encontronazos con comida masticada. Por suerte, ser tragada por un sistema (digestivo o educativo) es un trauma infantil común, de los necesarios para una vida compleja. En la deformidad de la adolescencia, consigue escapar solo para acabar dando vueltas en un retrete. La vida en las alcantarillas y las modas de autocuidados la convencen para emprender en el negocio de las depuradoras, pero la síntesis de H2O artificial la condena a una adultez como sudor pegajoso de ratas capitalistas. Termina psiquiatrizada, apestando a sueños rotos y ecos de historias que le contaban cuando estaba en las nubes, mitos de la técnica del agua: irrigar suelos, nutrir, ser la fuente de la vida.
La mirada del nacer, por Pau
Dice que no le teme a conducir. Hace ocho años se le cruzó un zorro de noche en la carretera. Desde entonces nunca conduce y, para bajar a su ciudad natal, siempre apaña con una vecina suya que religiosamente acude todos los fines de semana que no trabaja. Los colores del paisaje, sus surcos y montañas, son el reflejo de sus rasgos. Rocas quebradas como sus ojos, paisajes áridos como su cabello moreno. Su retrato está allí, en la tierra que rodea su previo hogar.
A cada rato vuelve a él. Su madre siempre le pregunta si quiere venir antes de emprender el camino a lo que ella cambia el tono y afirma efusivamente. Quizás su mayor motivación sea ver a sus sobrinas y la panza ensanchada de su hermana que da cobijo a otra criatura. En su mente se esconde un deseo oscuro: observar a aquel hombre grueso sentado en una silla diminuta siempre en la misma esquina. En el cruce de la calle Rosario Gómez y la calle de la Fuentecica. Desde hace años le llama la atención su forma de sentarse, la posición de su camisa entreabierta, su afán por los polos y charlar con la gente. Su mirada también está quebrada y, por mucho que ría, sus ojos emanan un silencio impenetrable. No le encuentra significado alguno pero le resulta cercano.
Fue el día que enterraron a su padre, cuando pasando por la esquina con el féretro, él le devolvió la mirada por primera vez. Los ojos proyectaban dureza a la vez que sus labios dibujaban una fina sonrisa. Esta imagen la guarda en su mente como si fuera una fotografía familiar observada mil veces.
Siempre que vuelve a su ciudad, piensa en la piel tersa y las sonrisas grandes de sus sobrinas. Siempre que se va, piensa en la mirada del hombre. Y, cuando llega al apartamento, se mira al espejo y queda extrañada por la similitud de sus ojos.
Técnica, por Bego
Alguien le dio una herramienta y le dijo: “esto se hace así y luego asá, así y asá todo el tiempo”.
El aprendiz practicaba todos los días. Por las noches, soñaba con sus manos trabajando. Veía sus errores: minúsculos pero siempre alguno, como una única mota de polvo frente al sol. Su vida pasaba mientras él repetía los mismos movimientos una y otra vez, hiciese frío o calor. Mismo “así”, mismo “asá”. Y era reconfortante, sí que lo era, que sus sentimientos quedasen en segundo plano. Él ya no era una persona que hacía “asá”, era una máquina que hacía “asá”. A veces le daba por reír, a veces por llorar, pero no era más que un defecto momentáneo. Su verdadera esencia era poder cumplir su función hasta que su cuerpo aguantase.
Miraba y envidiaba a las máquinas. Miraba y lo hacía por encima del hombro, porque para ellas era fácil. Él tenía que lidiar además con todo aquello. Familia que le echaba de menos, amigos que le miraban con tristeza, un cuerpo que alimentar con comida y que le obligaba a dormir. Gastos por mantenimiento, el peso de ser humano. Y aún así era tan eficiente como aquellos esqueletos deformados de metal. Todo era cuestión de técnica.