El sol centelleaba por todo el parque con tanta virulencia que apenas dejaba diferenciar la tierra del césped. Raimundo sudaba a paso lento en busca de algún banco a la sombra, lo que se antojaba una tarea muy complicada. Al fin divisó un asiento libre, pero debía compartirlo con un hombre que parecía disecado. Rai calculó que el hombre tendría unos treinta años más, basándose en la ropa de padre y en la marca de gafas de sol que llevaba.
Sentándose sigilosamente —pues no sabía si el hombre estaba dormido con tanto silencio— Rai abrió su libro e intentó leer. Los rayos solares se lo impedían, así que decidió sacar sus gafas de sol para combatirlos. Entonces comenzó su lectura.
No pasaron ni cinco minutos cuando Rai giró su cabeza a ver qué hacía aquella estatua humana a su lado, que por supuesto seguía impertérrita. Ya mosqueado no le quedó remedio que intentar sacarle de ese trance:
—Perdone, ¿no se aburre?
El hombre no respondió, así que Rai alzó la voz.
—¡¿Oiga, me oye?!
—¿Me dices a mí, chico? —respondió sin girar la cabeza. Rai pensó: «¡Y a quién si no, coño!».
—¡Claro!
—No hace falta que grites, no soy sordo.
—De acuerdo. Le preguntaba si no se aburre.
—¿Yo? Por qué lo dices.
—Porque le veo ahí sin hacer nada todo el rato.
—Estoy pensando.
—Pues no parece que disfrute.
—¿Y tú qué haces?
—Estoy leyendo, joder —respondió Rai ante la obviedad de la pregunta.
—Pues no parece que disfrutes si me estás dando charla.
Rai volvió a su libro, molesto por el trato del hombre, el cual reanudó la conversación.
—Seguro que ahora lo único que está procesando tu cerebro son insultos.
—¡Déjeme en paz!
—Bueno, tú estás intentando leer un libro y yo estoy leyendo tu pensamiento.
—Qué sabrá usted de leer…
—En eso tienes razón, ya no leo.
—Pues no sabe lo que se pierde.
—El qué, ¿un estúpido cómic como el que seguro estás leyendo? —Rai pensó que ese hombre debía de ser bastante inculto si confundía un tebeo con el encuadernado monocolor en pasta dura de la novela que tenía entre las manos, o quizás tan chulo que no se dignaba mirarle.
—Aunque fuera un cómic, ¿qué hay de malo en leerlo?
—Para eso mejor ver una película.
—¡No tiene nada que ver! En una película te lo dan todo hecho: imagen, sonido, efectos especiales… En un libro puedes imaginarte lo que quieras, cada uno crea su propia historia.
—Puede, pero hoy en día casi nadie lee, están todo el día metidos en internet.
—Es que eso también es leer —respondió Rai.
—Ya, pero es a lo único que se dedican muchos.
—Cierto, y es triste.
Rai continuó leyendo. El silencio sólo se quebraba cuando pasaba las páginas de su libro; ese sonido le encantaba y era una de las cosas que hacían tan placenteras sus lecturas, además del olor peculiar de cada libro.
* * *
Pasaron diecisiete minutos cuando el capítulo tocó a su fin. Rai cerró el libro no sin antes colocar debidamente el marcapáginas, y procedió a despedirse de su compañero de asiento.
—Pues estoy leyendo Fahrenheit 451, trata de una sociedad donde los libros están prohibidos y los queman, y el título hace referencia a los grados en que arde el papel —el hombre le cortó.
—Sí, vi hace mucho la película. Qué casualidad, ¿no? El que lo escribió se llama como tú.
“¡Y cómo lo sabe!”. Rai se quedó perplejo y se asustó un poco, ¿cómo sabía su nombre? ¿Cómo sabía que se llamaba igual que Ray Bradbury, el autor del libro? Nervioso, se tocó el pantalón en busca de su cartera, que seguí intacta.
—¡Cómo sabe mi nombre!
—Puede que lo haya acertado.
—Eso es imposible.
—Ah, pero si lo hubieras leído en un libro no te parecería tan imposible, ¿no?, los libros te cuentan cosas que nunca te habías planteado o imaginado, ¿no?
—Quizás…
—Tú lees libros, a lo mejor yo leo pensamientos —dijo el hombre, que por fin giró la cabeza en dirección a la de Rai.
—Por fin se digna mirarme.
—No te estoy mirando —soltó mientras recolocaba las gafas de sol.
—Es usted bastante raro.
—Será porque soy diferente.
—En eso le doy la razón. Por lo que me ha contado parece resentido con los libros, como si en el fondo le gustasen pero hubiese tenido un desengaño con ellos. ¿Qué le ocurre?
—No puedo leer.
—¿Por qué?
—Soy ciego.
Y volvió a hacerse el silencio. Rai no supo qué decir, si un “lo siento” o “soy tonto”. Entretanto el hombre se levantó con seriedad, sacó un bastón desplegable y comenzó a alejarse del banco. Rai por fin supo lo que decir.
—¡Todavía puede leer! —se levantó gritando. —¿Conoce los libros electrónicos, los e-book! ¡Existen versiones leídas de los libros, se llaman audiolibros!
El hombre se giró y sonrió. Movió la mano en señal de despedida y por el movimiento de sus labios pareció decir: “Gracias”.