Club de Lectura

Ortogramática dental (por Marrone)

Buenos días. Mi nombre es Carmelo Zafra. Soy *lengüista. ¿Que qué es eso? Una mezcolanza entre dentista y lingüista, se me ocurrió a mí. ¿No es genial? Je, je, je. No puedo evitar pasar las uñas sobre el pecho.

Pues es una nueva ciencia que ha surgido a raíz de la malformación odonto-ilógica provocada por un uso incorrecto del lenguaje español. O sea, que hablar mal deforma la boca. Sí, créanme, es cierto, yo mismo lo he comprobado. Y para que ustedes no me nieguen, he decidido exponerles unos ejemplos de lo que se cuece en mi consulta. Por cierto, está en la c/ Soria, n.º 3, marquen en su teléfono L-E-N-G-U-I-S-T-A (cada letra representa un número del teclado de su teléfono, es el 536 484 782). Pero vayamos al grano, que ya es hora. Les voy a mostrar unos cuantos casos como verbigracias. Así se percatarán de que la *lenguexia está desfigurando bocas a un ritmo frenético.

Pasen, entren en mi consulta. Sí, ya sé que no es gran cosa. Mi enfermera, Claudia, dice que la clínica es comunista, porque no tiene ni un lujo. Qué jodía, ¿eh? Menos mal que es una ayudante eficiente en su trabajo y que es muy fea, cosa ésta que agrada sobremanera a mi mujer. Vamos a rebuscar algunos casos… bueno, qué coño, que los busque Claudia, que para eso le pago.

—Claudia.

—Qué.

—Anda, hazme el favor de buscar unos cuántos análisis que demuestren mis teorías. Yo estoy ocupado ahora, no puedo hacerlo.

—Sí, tiene que estar muy ocupado leyendo el ‘Marca’.

—Qué sabrás tú.

Vamos a mi despacho. Mientras Claudia busca, voy a rememorar algún suceso digno de interés. ¡Ah! *Jóooder, el Betis ha empatado contra… ¡Uy! Perdón, les ofrezco mis disculpas. Es que estaba el diario éste en la mesa, no sé yo qué pinta aquí. En fin, qué mejor que el primer caso, ¿no? Fue hace un par de años, se trataba del hijo de un amigo. Perico, hijo de Pedrito, nieto de Pedro. ¡Cuánta originalidad nominal!

Llegó Perico a mi recién estrenada consulta, tenía el honor de ser el primer paciente del          Dr. Zafra. Me contó que al hablar salivaba en exceso y ello provocaba que cuasi escupiese a sus oyentes. Mientras él narraba sus males yo trataba de localizar un paraguas a fin de protegerme de sus perdigones salivales. También me indicó que variaba el orden silábico de las palabras. Con tanta saliva y sílaba empezaba yo a perder el sentido. Pero mejor oigan la conversación Uds. mismos, la tengo grabada en una casete.  Es que me gusta guardar todos los documentos por si en un futuro me son de utilidad. Oigan:

—¡Ave María, cuándo serás mía!

¡Eh! Que esta cinta no es. Vaya, habrá sido mi nieta la que ha dado el cambiazo. Veamos. Um, debe de ser esta otra.

Dortoc, tengo un plobrema con las sálivas.

—Sí, es evidente.

—¿A qué es bedido?

—Pienso que tienes un puñado de gérmenes de vulgarismos sueltos en tu boca.

—¿Gérnemes de vulmarisgos?

—Exacto. Por favor, aléjate un poco de mí que me estás manchando la bata a salivazos.

Bantién, también tengo poblemlas salíbacos.

—Querrás decir silábicos.

—Eso exatcanemte.

—Todo va unido. Los gérmenes de vulgarismos están provocando que salives en exceso.

—¿Por eso vasilo?

—¡Ya me estás liando! No me vaciles. Por eso silavas y también salibas. No, al revés, si…la…bas y sa… li…vas. Eso.

—¿Qué podue hacer para salivear torrectamence?

—¡No! No se puede salivear, se dice silabear.

—Es lo que estoy diecindo.

—¡Calla, coño! ¡Qué pesado! Te voy practicar una limpieza con diccionario y verás como acabo con tu problema de silabación.

—¿Pimlieza con nicciodario? ¿Eso abacará con la salibación?

—¡Que no! ¡Que no se puede fenecer la salivación! ¡SIEMPRE SALIVAMOS!

—¿Tonences? ¿Para qué megastar la pasta si seguir voy a silabando mal?

—¡No me toques las narices! Sepárate que me están cayendo salivajos por doquier. Que tu problema es de silabeo erróneo, silabeo.

Saliveo neórreo.

—¡Si-la-beo!

—Sí, yo bantién la veo.

—¡Fuera! ¡Largo de aquí!

—Ay qeu ver qué mal nioge.

Ya sé que quizás fui excesivamente duro con el chaval, pero es que me estaba tocando los ‘perendengues’ el tío salivoso con tanto silabizar y salivar. Mas como rectificar es de sabios, telefoneé a su padre (Pedrito) y le receté una pasta *lengüífrica para que su hijo mantuviese sana la *lenguadura. Y ahora Perico no tiene problemas silábicos ni salivales, aunque mejor dejemos el tema que me estoy incomodando.

El segundo caso de mi carrera —el que a la postre me dio fama local— fue con Francisco, un ejecutivo cuarentón alto y robusto. La verdad es que se asemejaba más a un agente de la seguridad que a un directivo. Lástima que no grabase nuestra conversación; no obstante, no hay problema pues fue una situación memorable.

Cuando examiné la cavidad oral de Francisco noté que tenía una infección grave, una caries *lenguaria. Debido a su puesto en la dirección, su habla poseía una gramática defectuosa. Se empeñaba en usar expresiones incorrectas que le sonaban perfectas y combinaba equivocadamente los elementos lingüísticos. Esas malas construcciones se habían pegado en su premolar hasta erosionarle el esmalte. Le sugerí que lo propio era tratar los conductos radiculares de su pieza dentaria; por consiguiente, le practiqué una endodoncia gramatical. Ésta eliminaría las carencias de mi paciente, el cual podría platicar como Dios manda.

El procedimiento se desarrolló satisfactoriamente, aunque le costó algún que otro quejido. La reacción fue inmediata. Francisco se asombró de lo bien que estructuraba las frases que pronunciaba. Se mostró muy agradecido y me aseguró que pensaba recomendarme a todos sus compañeros. Ni que decir tiene que, una vez que él se marchó, saqué pecho y me froté con las uñas en éste durante quince minutos.

A partir de ese momento aumentó mi clientela, así como el número de casos curiosos. Como los de… Perdónenme, que Claudia me requiere. Vamos a ver qué pasa.

—Claudia, aquí estoy.

—Aquí tiene un par de casos que pidió. Y acaba de llegar su primera paciente, una chiquita muy mona.

—Y a mí qué si es guapa o fea.

—Qué insensible es usted, Carmelo. Se llama Isabelita. Mire, ahí está, en la sala de espera junto a su madre.

—¡Coño! ¡Si es clavadita a la cerdita Peggy!

—¡Doctor! ¡Shhhh!

—Voy a ver qué le ocurre.

La chavalita esta, Peggy, más bien debiera ir al otorrino, ¿no creen ustedes? Le voy a hacer un mohín para que entre en la sala. Esperemos que la madre no sea muy plasta.

—Buenos días, señorita.

Vuenos días, doptor.

—Sí, parece que tiene deslices en ortografía. Siéntate en la cama, Peggy, ¡digo…! Isabelita.

—Mi hija tiene dificultades al hablar y al escribir, doctor.

—Verifiquémoslo. Escribe tu nombre aquí y luego léelo.

Hisavelyta.

—¡Cáspita! Tiene más fallos que el ‘Windows 2000’.

—Ya se lo dije, ¿puede ayudarla?

—Por supuesto, señora. No hay nada como colocarle unos cuantos puentes ortográficos y listo. Su hija usará el español con más garbo que Francisco Umbral alegre.

—Muchas gracias, doctor. Pediré cita para que se los ponga.

—No me las dé a mí, déselas a su dinero. Que sin él, otro gallo cantaría.

Grafias dortoc.

—Ha sido un placer, Peg… Isabelita.

Insólitamente la madre no ha sido plasta y la gorrinita de su hija al menos parloteará como es debido. En fin, les voy a contar yo otro par de casos —los que me ha pasado Claudia— para que se cercioren de una vez por todas de la utilidad de mis métodos. El primero es el de Don Eugenio, un periodista entrado en años (cincuenta y seis, para ser más preciso). Su profesión evolucionaba pero él no conseguía subirse al carro, por lo que temía que le jubilaran de forma anticipada. Le expliqué que eso se podía arreglar con un cepillo de sinónimos. Si se pasaba las cerdas del instrumento, si se cepillaba todos los días, su glosario se duplicaría. El gentilhombre empezó a ponerse lívido; con tanto instrumento, cepillar y cerda, confundió mis intenciones por palabras soeces y creyó que le instaba a buscar un prostíbulo. No pude contener la risa y le aclaré gráficamente lo que trataba de comunicarle. Él, ya más sosegado, vio de buen grado el remedio que le proponía. Qué tipo tan peculiar este Don Eugenio.

Otro caso que quería narrarles es el de Manolito. El de este joven, quinceañero para más señas, fue el más peliagudo. ¿Recuerdan ustedes al avieso de los dientes espantosos —¿tiburón?— que aparecía en James Bond? Pues así salió de la consulta Manolito, con más hierros que Ironman. Cuando abrió la boca tenía los dientes como crecen los árboles en un bosque, cada uno a su vera y dirección. Ello había sido provocado por su desatada lengua, que había usado a su gana todas las peculiaridades que posee el español. La “sin hueso” de mi paciente martilleaba sus incisivos, caninos y demás con expresiones y palabras propias de otros idiomas. La multitud de extranjerismos que pronunciaba hacían que su boca se adaptase a un mundo global en donde todo tenía cabida. Por ello presentaba Manolito ese aspecto de animal horripilante. Yo le urgí a que aceptara encajarse un aparato corrector lingüístico, con el fin de enmendar esas imperfecciones que destruían la armonía de su boca. Porque aparte de su repulsiva apariencia, le advertí de que si buscaba pareja tendría que encontrar a alguien que “encajara” con él, cosa harta difícil a tenor de las circunstancias. No hizo falta más para convencer al muchacho y accedió a ponerse el aparato, lingüístico por supuesto. Este corrector provoca, al principio, que la lengua se oculte ante el temor de rasparse con los hirientes hierros, pero es este roce el que consigue inculcar las nuevas voces.

Y eso es todo. Espero haberles convencido de la utilidad de mis métodos. Como ya les debo de estar aburriendo, voy a finalizar con mi exposición de los… Discúlpenme, pero creo que Claudia me indica que tengo un paciente postrero. Han tenido suerte, se pueden quedar si gustan para observar un último procedimiento. Espero sea de su agrado.

—Buenas tardes, soy el Doctor Zafra.

—Hola, soy Alberto.

—Bonita sudadera española la que llevas puesta.

—Sí, es muy nacional.

—¡Viva España!

—Viva…

—Abre la boca para que eche un vistazo. Así, un poco más… ¡Uf! Un caso claro de lengua viciosa.

—Sí, soy un poco mujerieguillo.

—¡No chaval! Me refiero a que padece vicio, se ha viciado. Tu lengua sólo busca comodidad al hablar, se apaña con un puñado diminuto de palabras. Al repetir esas pocas dicciones, tu “sin hueso” ha dejado de palpar muchos sitios de tu boca. De esta forma practica pocos movimientos, se reseca y deja muchos dientes sin atender. No obstante, no hay nada que no pueda yo solucionar.

—¡Eso es mentira! ¡Yo hablo con corrección!

—¿Ves? Tu reacción es un síntoma habitual entre las personas que adolecen tu enfermedad: no sólo no hablan bien, sino que reprueban al que intenta ayudarles.

—Tal vez, sólo tal vez, tenga razón.

—Dalo por seguro como que tienes el pelo cortado a cepillo.

—¿Qué me va a hacer?

—Lo conveniente es extraer las muelas erosionadas. Luego engastaré en tu mandíbula unos dientes léxicos. Con ellos, tu lengua se soltará y pronunciará sin titubeos nuevos y frescos términos.

—Muchas gracias, doctor.

—Eso es. Agradece cuando alguien intente corregirte alguna expresión, piensa que lo hace por tu bien.

Otro éxito de mis métodos, otra vez a darme con las uñas en el pecho. Si es que opero mejor que una calculadora de bolsillo… En fin, ahora sí que concluyo mi disertación. Ya saben dónde encontrarme si sufren alguna malformación odonto-ilógica provocada por un uso incorrecto del lenguaje español, no hagan ascos a la *Ortogramática dental. Adiós y vayan con Diccionario.

 

Dr. Carmelo Zafra

*Lengüista

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.