Las dos ancianas beatas y gruñidoras reñían a cada momento por bagatelas, o sentadas en la sala vetusta con las hijas espiaban tras los visillos, entretejían chismes; y como descendían de un oficial que militara en el ejército de Napoleón I, muchas veces en la penumbra que idealizaba sus semblantes exangües, las escuché soñando en mitos imperialistas, evocando añejos resplandores de nobleza, en tanto que en la solitaria acera el farolero con su pértiga coronada de una llama violeta, encendía el farol verde del gas.
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Para vender hay que empaparse de una sutilidad «mercurial», escoger las palabras y cuidar los conceptos, adular con circunspección, conversando de lo que no se piensa ni cree, entusiasmarse con una bagatela, acertar con un gesto compungido, interesarse vivamente por lo que maldito si nos interesa, ser múltiple, flexible y gracioso, agradecer con donaire una insignificancia, no desconcertarse ni darse por aludido al escuchar una grosería, y sufrir, sufrir pacientemente el tiempo, los semblantes agrios y malhumorados, las respuestas rudas e irritantes, sufrir para poder ganar algunos centavos, porque «así es la vida».