Pisábamos despacio para no molestarnos, deslizando nuestras sombras hacia un rincón dónde defecábamos lo que nos quedaba en el cuerpo. Después, esperábamos nuestro turno en silencio. Cuando tocaba, tenías que acercar la cara y pegar la boca junto a un diminuto orificio para respirar. Luego, muchos de nosotros, vencidos por el esfuerzo que suponía el mero hecho de moverse, se dejaban caer en el suelo, algunos ni siquiera llegaban al agujero y se desmayaban ahogados por el olor de su propia orina, otros, sin ruido, se desplomaban en alguna parte del oscuro abismo. Así pasaban las horas, quizás los días, esperando la llegada. A los que todavía nos quedaban fuerzas, seguíamos sin pensar nuestra pequeña rutina: esperar, mear, esperar, respirar, esperar, cagar, respirar y volver a esperar. Se puede vivir sin pensar. Un día oímos cómo silenciaron los motores del barco. Nos sentimos por un momento extrañamente ligeros, como si estuviéramos volando, colgados al viento en la misma frontera entre nuestro mundo y el otro. De repente, un brutal aterrizaje desencadenó una ola de gritos y golpes desesperados contra el acero. Luego, el silencio. Al rato percibimos el tintineo de un mecanismo metálico seguido por un chasquido, unos murmurios y un último golpe seco: las puertas del contenedor se abrieron y el aire entró. Oímos sólo su voz que dijo «¡ Fuera, ya!» y nos pusimos a correr. A correr, a correr y respirar, a correr lo más rápido que podía, a correr hacia lo desconocido, a correr para, otra vez, sentirse vivo.
De las 30 personas que salieron de Orán el 25 de Agosto de 2011 en el buque de carga Ícaro, con destino a Marsella, sólo 12 salieron corriendo conmigo.
Magalí Bruneau.
Escrito de 670 caracteres tras “Casa Tomada” de Cortázar, al hilo de una frase