Éxito rotundo del Miniconcursito de Minirelatillos olguiano «La mano que mece la cuna», divertido y culto, serio y pervertido, chapeau!
[Recordamos aquí brevemente que la propuesta era escribir un microrrelato donde la protagonista sea una mano (sí, os estoy escuchando reíros, muajaja), y estas eran las bases, ¡aprobadas a la primera!:
- Piensa en algo que te haya ocurrido (a ti, a otra persona, o algo inventado) donde la mano se personifique y sea un personaje, el centro de la historia. Puedes darle un adjetivo, así es más fácil que cobre vida. Imagínate una mano soñadora, una mano traidora, una mano asesina, una mano enamorada, una mano cronopia…
- Dale un título: Mi microcuento se llamaba «Una mano muy flamenca»
- Escribe unas cuantas frases, esta vez, y solo por esta vez, no vamos a contar palabras. ¡Yuju!
- La lectura de los microrrelatos tendrá lugar en La Bagatela, el martes 8 de abril. Y quien no asista, puede enviar su microrrelato por email y nombrar a un apoderado para que lo lea.
- Habrá un premio para el ganador, así que ¡al ataqueeeer!]
Tenemos una ganadora extranjera, una guiri vamos, Mme. Magalí (hasta suena a Bovary…), que viene a España a robarnos el pan y el trabajo, en fin, enhorabuenísima a nuestra querida nocropia, que además de todo es una poetisa de primerísimo nivel, como podemos apreciar en el relato que le ha dado el galardón en metálico, y esperemos que también le de fama y fortuna.
Se leyeron todos los cuentos de la manera más anónima posible -a algunos cortexianos cortaxarianos y a algunas paulianas irredentas se les ve el plumero a la primera oración- y luego se procedió a votar, en sobre cerrado, con 3 puntos al mejor cuento, 2 puntos al siguiente, y un punto al final.
Subieron al cajón del podio y se llevaron los suculentos premios:
1. Magalí con «Mano muerta». 14 puntos.
2. Fer -¡grande guey!- con «La mano que mece la pluma». 12 puntos.
3. Doble empate Pablo Martín Sánchez con «La mano en el guante» y Jesús Jaramillo con «Mano izquierda». 11 puntos.
Y siguieron María José, Patricia, Vito, Lucía, Paco y demás participantes, con un último puesto incluso diríase que muy merecido pero no menos interesante por ello, el «non servian» del terrible anarquista Luzbel, en efecto, me estoy refieriendo a nuestro escritor más internacional, Lewis Carlos, con su indescifrable relato «Cortex» 🙂
Tanto Ferchu como Pablín pueden reclamar su premio a A. C. La Bagatela, carta por triplicado a la atención de Oriol Comas, que os hará llegar los premios de inmediato…
¡Gracias a tod@s!
¡Salud y buena literatura!
Pablo.
A manos llenas.
Aquí va, para los que no han podido disfrutarlo in situ, y para los que querrán sin duda volverlo a leer:
Autorretrato
De un lado al otro de ese cuerpecito busca en cada recoveco todos los lugares que guardan recuerdos y en vez de recorrer líneas y arrugas en busca de vida, amor y tiempo, revive las horas ya muertas para renacer de nuevo. Encuentra en las almohadillas de debajo de los dedos el trigo, el sol y la labranza que de niño le contaban sus abuelos, y más a la derecha, en la curva que une al pulgar con sus compañeros, a su madre agarrándolo muy fuerte en aquellos años, cuando era una personita que buscaba el futuro entre los dedos. Arriba, en un punto al noreste, el anular enseña un pequeño bulto, fruto de todos esos cuentos que, aunque a viva voz dichos, se clavaron como pequeños puñales en ese justo sitio, y tantos, tantos fueron que hasta tuvieron que hacerse hueco, a través del músculo, la piel y los huesos.
De manos y monedas
Una moneda es poca cosa, apenas un pedazo de aleación metal que va de acá para allá. Rueda por un mostrador, tintinea en la caja registradora, busca cobijo en un bolsillo, la engulle una máquina del parking, se revuelve entre los cachivaches de un bolso, desaparece por la ranura de la hucha, se ahoga en el fondo de una fuente, duerme bajo la almohada, es tragada por un niño desdentado, el mago la extrae por detrás de una oreja, la pisotean presurosos zapatos, un árbitro la lanza al aire, se convierte en talismán y seguido en lo contrario, alguien la posa en una mano extendida, temblorosa, mugrienta, una mano de callos viejos y resecas grietas que pide por caridad; la palpa, la sopesa, en cerrada pugna es apresada por la mano opuesta, apretada en un puño, firme, una mano igual de tiñosa que la arroja lejos y acaba colándose por la rejilla del alcantarillado. Es tan poca cosa una moneda que no sirve para nada, acaso para despreciarla.
La mano pringosa
La mano que saca una cucharita del bolso, que abre un yogur, que acaricia una mejilla, que pela una ciruela, que pliega un babero, que mete dos cubiertos en el fregadero.
¿Y dónde está la OTRA mano? Ahí, agarrando por la cintura un bebé que patalea, que se contorsiona, que quiere que la mano pegajosa le vuelva a llevar a ver al perro de enfrente, que lo ponga en tierra, que ejerza de sostén de sus dos tímidas manitas. Qué carajo, que lo lleve de paseo, hay que ver lo que pringa una mano.
La mano inocente
Érase una vez una mano que nunca sabía nada. Era pura ingenuidad al alcance para todo el mundo, al quite en todas las diferencias. Siempre que un juicio resultaba confuso, se ofrecía a todas las miradas como árbitro implacable, bien abierta y enhiesta la palma, luciendo su color casi traslúcido de cruel virginidad.
Cuando no sabía por quién optar, suavemente se inclinaba para ambos culpables, titubeaba con gran indecisión, y suavemente, y tras eternos vaivenes, se decantaba por la opción más sonriente, más desgastada o más anaranjada.
Todos los guantes negros la saludaban efusivamente por las dudas.
Equipaje de mano
Que conste que fui yo solita la que me arranqué. Lo hice poco a poco, con ayuda de una lenta obstrucción intravenosa, para no horrorizar a nadie. Un brazo que amanece un día sin rastro alguno de su mano puede sorprender a las almas más sensibles. Sin embargo, una mano desprendida desde dentro, que paulatinamente pinta sus dedos de morado…
Me encontré al fin libre y sepultada por kilos de vísceras rosadas y gasas empapadas en sangre. Avancé a través de un buen montón de porquería humana, rodé por suaves linóleos infectados, crucé varias planchas de aluminio hasta derrapar en el hormigón sucio y gris de la ciudad. Y llegué a ninguna parte, allí donde el engorroso sistema de tejidos, tendones y venillas que mantienen una mano unida a un brazo no es considerado su sustento (meta)físico. Una verdadera mano es mano sin cuerpo arrastrado, es mano sin raíces colgantes, es mano sin ningún equipaje.
La mano que mece la pluma
Vaya, entre todas las manos que hay en el registro de donantes, y mira que las tienen de pianistas, de jugadores de pelota vasca, de boxeadores, manos vertiginosas, fuertes, decididas…; de todas esas tenían que asignarme a mí, dicen que porque era la más proporcionada, una mano de escritor, qué le vamos a hacer. La descripción dice así: «Ejemplar derecho. Perteneciente a un escritor sudamericano de gran altura. Adviertan al receptor que esta mano es difícil de manejar. Si se deja cualquier instrumento de escritura a su alcance, la empresa no se hace responsable».
Guante o mano
Tras el ritual del tropiezo matutino con el canto de aquella mesilla, preciosamente lacada en blanco, tantea nerviosa hasta encontrar el infernal artilugio que emite su ya conocidísimo rugido. Sus dedos, hilos atontados todavía, intentan deshacer la maraña de botones de plástico y opciones en la pantalla “táctil” que acaben con esa tortura. Finalmente, los dedos despiertan con la incandescencia del vaso de vidrio que sale del micro y la presión del aluminio de la puerta que cierra la nevera. El cuero sintético del Casio ahoga su día. La derecha siempre se libra de esto. Incapaz de asimilar el torrente de cuchillos de celulosa blanqueadas con no poco cloro, se desangra por el dedo índice hasta que un apósito adhesivo oculta el corte, herida de guerra de una jornada agotadora. Su vuelta a casa no es mejor, tirada y empujada compulsivamente contra la silicona del revestimiento de una barra del bus o, en su falta, el pegajoso metal. Al llegar, al quitar el yugo del reloj, al notar la sangre circular de nuevo, al abrir la ventana y sentir el aire ya refrescado del fin de la tarde, suda llorándolo todo. Y se apoya en su otra mano, su otra izquierda, la que había estado esperándola todo el día y ahora también respira, al fin, notando el calor humano de su mano.
La mano en el guante
«Meto la mano en el guante y descubro que me falta un dedo. Arqueo las cejas y hago recuento, sin quitarme el guante: uno, dos, tres, cuatro y cinco. Pero el quinto está vacío. Me quito el guante de un tirón y me miro la mano, perplejo: ahí están mi pulgar, mi índice, mi corazón, mi anular y mi meñique. Vuelvo a contar los dedos del guante: cinco. «Debo de haber metido dos juntos en el mismo sitio», me digo. Pero por si acaso hoy salgo de casa sin coger los guantes».
El ultimo acorde
Con la mecánica aprendida durante años, bailo sobre las cuerdas de la misma guitarra. Pero hoy es diferente. Encima de la azotea todo parece revelador y triste al mismo tiempo. Noto el sudor en la palma y los nervios aunque haya tocado esta canción cincuenta veces. Percibo también la brisa de la tarde e intento recordar la ultima vez que disfruté tocando. Sin tensión, cuando solo buscábamos la descarga de los cuatro dedos para provocar la vibración perfecta. Get Back es la última, así que ya todo da lo mismo, enloquezco y controlo el resto del cuerpo, su sangre, su energía.
Sin poderlo evitar, llega el último gesto y con él me despedido del dolor adictivo de mis yemas y los pelos de punta de mi juventud.
[Es un humilde homenaje a estas manos maravillosas y a este momentazo histórico 😉 http://vimeo.com/85421932]
Mis manos, juguetonas
Viernes. 16horas
Finaliza la rutina laboral y empieza la otra, que no es mejor.
Oscuridad, evasión, cierro los ojos, Solos otra vez, mi manos y yo.
Mis manos me conocen, saben lo que me gusta, mis puntos de placer.
Saben que todo sería mejor con ella, la busco, no quiero que hoy estemos solos, solos mis manos y yo.
Mis manos se mueven, rápidas, decididas, seguras. Saben adonde van. Con ella es tan diferente, explora recovecos, no sabe de límites, lo es todo, si más. Ya nunca viene. Me abandona a estos dedos. Que no acaban de dar todo lo que quiero.
Moveos manos, no paréis manos. Así, seguid así.
Ella no está, ella no os posee, ella no os guía. Seguid. Ella, querida ella, maldita ella. Ella. Toda ella. Inspiración. Ella.
Manos milenarias (en 670 caracteres)
Son imágenes potentes, manos gravadas en la piedra para perdurar, para enseñar a los hombres que un día existimos.
Fuimos un pueblo valiente, luchamos contra el viento y la aridez austral. Supimos por los dioses que tras la gran sequía seríamos invadidos por las tribus del Oeste. Era inevitable huir, no podíamos abandonar a los antepasados. Decidimos entonces fundirnos con la tierra usando un brebaje para el ritual final. Y, mientras la magia se apoderaba de los cuerpos, dejamos nuestro último legado pintado en la cueva con sangre de guanaco y ñandú. Huellas de manos que, a punto de andar el camino hacia la muerte, fueron un grito de vida para trascender los tiempos.
Soy Limay, el espíritu del último chamán Tehuelche, llamado a proteger la memoria de mi gente custodiando la estampa de sus manos en la roca.
[La cueva de las Manos es un sitio arqueológico y de pinturas rupestres (fechadas en el año 7359 AC) que se encuentra en la provincia de Santa Cruz en la Patagonia argentina.Se trata de una de las expresiones artísticas más antiguas de los pueblos sudamericanos y ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.]
Mano izquierda
Qué decir, estaba harta, llegué al límite y perdí el control. Demasiados años en segundo plano, ensombrecida siempre por la mano derecha, subyugada a ella, soportando su protagonismo, esa soberbia suya y la manera en que todo lo acaparaba.
La llegué a detestar, envidiaba secretamente la fuerza y precisión con la que ejecutaba cualquier tarea y anhelaba poseer tantas habilidades como atesoraba ella. Nunca me dio una oportunidad, conseguía adelantarse ante cualquier cometido, se ofrecía groseramente y resolvía con intolerable eficacia lo necesario. A mí, sencillamente, no se me tenía en cuenta, tan solo era requerida para labores de apoyo o para aquellas acciones en las que se precisaban las dos manos inexcusablemente. Jamás tuve una pizca de reconocimiento, en nada fui decisiva. De todas las cosas que hay por hacer manualmente, que son muchas y tan variadas, no hay una sola que me haya sido encomendada, y eso, que me hastiaba tanto al principio, me llenó de rabia después, creció en mí un odio que finalmente no supe o no quise ya dominar. Es cierto que la culpa no fue del todo suya al principio, porque vinimos a nacer en una época, tristemente conocida, en la que cualquier iniciativa de una mano izquierda era aniquilada de raíz, había que hacerlo todo a diestras, porque utilizar la zurda (como se me llamaba despectivamente) tenía las peores consecuencias, pero también es cierto que la mano derecha nunca condescendió en nada, se envanecía en su papel preeminente.
Ayer noche estábamos en el pequeño taller del garaje, junto a la pila de leña que partimos para la chimenea cuando llega el invierno, entregadas laboriosamente a trabajos de bricolaje: tomamos medidas sobre un tablero y ella dibuja las piezas, las sierra, las pule, hace los taladros y ensarta los pedazos con tornillos mientras yo me limito a sujetar lo que es preciso. Fue en un rapto de locura que vi el hacha de mano a mi alcance, así con firmeza el mango y le asesté un golpe feroz y errático al no tener buen dominio sobre la herramienta, le seccioné dos dedos que cayeron muertos sobre el piso, la sangre le manaba a chorros y se agitaba presa del dolor, me fue imposible acertar de nuevo con el filo y entonces agarré un pesado martillo, descargué golpes ciegos persiguiéndola y la alcancé finalmente cuando se disponía a huir, posada sobre el tirador de la puerta, le machaqué con saña los nudillos y los metatarsos que le quedaban. Fue una carnicería, un fratricidio chapucero, la evidencia de mi nula pericia.
Ahora, y después, me ha venido el arrepentimiento, no por lo que hice, que tarde o temprano tenía que ocurrir, sino por esa sensación de inutilidad constante que tengo, porque aún no he sabido firmar decorosamente los papeles del hospital y tiemblo ante la idea de usar un peine, por ejemplo, cuando ni tan siquiera soy capaz de hurgar en la nariz como es debido. Mucha mano izquierda voy a necesitar en adelante.
Mi mano incestuosa
Las madres siempre alentábamos a nuestros chiquillos antes de que empezara la carrera. Gabriel estaba algo nervioso, así que le indiqué que se acercara. Apreté levemente sus diminutos testículos y le grité: ¡A por ellos, huevecillos dorados! Algunas madres se rieron pero otras se escandalizaron, quizás envidiosas de que mi niño ganara.
Repetimos el ritual en cada competición y Gabriel siempre vencía. Una asociación me denunció por conato de incesto, lo cual tomé a broma. ¿Me caería la perpetua cuando se enterasen de que lo bañaba desnudo desde pequeño? La polémica nos vino bien, económicamente hablando, pues una empresa de guantes de fregar nos llamó para grabar un anuncio, a lo que me negué, pero sí que acepté usarlos para dar ánimos al ‘Pequeño Usain blanco’, como empezaban a llamarle (por su velocidad, no por otras dotes).
El caso es que Gabriel ganó el campeonato infantil de la zona y algún fan le creó una página de Facebook. ¡A por ellos, huevecillos dorados! Lo coreaba todo el público cuando mi mano incestuosa le infundía fuerzas. El problema vino cuando le sobrevino la pubertad; claro, ya sí que no lo veía bien, por tanto me negué a hacerlo pese a su insistencia. No volvió a ganar una carrera.
Estuvo un poco triste un tiempo pero se le pasó pronto y comenzó a estudiar Economía con muy buenas notas. Cuando se graduó, en vez de besos le di un apretón de manos.
Hoy día es un exitoso corredor de bolsa.
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