Club de Lectura

Libros, relojes y salchichones (por Pablo)

El jueves 23 de abril estuvimos celebrando el día de la buena lectura con los amigos y amigas de la editorial La Felguera y herr professor leyó, por boca de su amiga Eva Guillamón, este textito. ¡Que lo disfrutéis!

“LIBROS, RELOJES Y SALCHICHONES”

A Raquel

“Sólo en lo indecible se halla el puro poder de la palabra”.

Walter Benjamin.

 

Uno: “Huyendo hacia afuera”

 

Los amigos y amigas de La Felguera me invitan a participar en la III Maratón de Prólogos de Libros Inexistentes… Pienso: si celebran una tercera edición es porque la primera y la segunda han sido un éxito. ¡Dios mío! ¡Qué placer! ¡Qué responsabilidad!

Me llamo para conectarme conmigo mismo: “El móvil al que Ud. llama está apagado o fuera del área de cobertura”. Llamo entones al Lúcido, un tipo de lo más curioso que me presentó hace poquito Juan Damonte con su maravillosa novela Chau papá. Lo llamo a ver si está. Y está y me dice que para empezar me tome un Nervocalm como Felipito y me centre en la consigna, como en la escuela. “Composición tema: la vaca. La vaca es un animal, todo forrado de cuero”. Bien, bandeja de entrada, La Felguera: “El plan es sencillo: cada participante expondrá brevemente el prólogo de un libro ¡que nunca ha sido escrito! pero que le hubiera gustado que así fuese…”.

Huyo de mí hacia afuera tal mi primera costumbre y me dispongo a organizar una mega performance con cheerleaders y vídeos de sangrientos acuchillamientos para distraer a la peña felguerense. El Lúcido capta mis intenciones en seguida y me prohíbe tajantemente lo de la performance, si acaso un chascarrillo al final, como esa pizca de sal que puede dar el toque definitivo para meterse a la expectante audiencia en el bolsillo, pero nada más.

Vuelvo a huir de mí y les pregunto a mis queridos archivistas de la ciudad:

– ¿Libros inexistentes?

– Borges.

– ¿Borges?

“Jorge Francisco Isidoro Luis Borges, ciego desde los 55 años, personaje polémico, con posturas políticas que le impidieron ganar el Premio Nobel de Literatura” (…) “Si todo el que leyera esto donara 5 euros sólo tendríamos que recaudar fondos un día al año. Por favor considera donar 5, 20, 50 euros para ayudar a Wikipedia. Gracias, Jimmy Wales”.

– ¿Jimmy Wales?

– Borges…

“El libro de arena”, celebro: “porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin”.

Libro Inexistente.

Y de ahí salto a “El milagro secreto”, al epíteto final del drama en verso Los enemigos, que consigue escribir Jaromir Hladíck en 1939, contando para ello con “el único documento de su memoria”.

Libro Inexistente.

Y de allí me sumerjo en El libro de los Seres Imaginarios y metido en faena como estoy elaboro un exhaustivo catálogo de los libros inexistentes que Borges cita comenzando por La Farsalia, que enumera las verdaderas o imaginarias serpientes que los soldados de Catón afront…

–Pará, pará che, pará… (el Lúcido me habla en argentino cuando se enoja). Además de prohibirme la performance, el Lúcido también me prohíbe a Borges: son libros inexistentes imaginados por él, o por él y por Bioy, no por vos ni por ti (ahora que está más sereno el Lucido me habla en bilingüe).

–¿Entonces tampoco me sirve el Necronomicón de Lovecraft? –pregunto. En “El horror de Dunwich”, Lovecraft menciona a la Universidad de Buenos Aires, escuchá, escuchá, yo estudié en la UBA (cuando me caliento hablo en argentino):

“Pese a al correspondencia que venía manteniendo con la Biblioteca de Widener de Harvard, la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico, la Universidad de Buenos Aires y la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, todos sus intentos por hacerse con el pavoroso Necronomicón del enloquecido árabe Abdul Alhazred, en versión latina de Olaus Wormus, impreso en España en el siglo XVII, habían resultado fallidos”.

–(El Lúcido no contesta, pero siento su respiración al otro lado del móvil).

–He de suponer que tampoco sirve hablar de los Cinco prólogos para cinco libros no escritos que Nietzsche le dedicó a Cósima Wagner en la Navidad de 1872…

–Tampoco –me dice el Lúcido zanjando la cuestión–. Te digo más: incluso deberías desprenderte de mí porque yo soy una invención de Damonte. Así que chau, papá.

 

Dos: “Huyendo hacia adentro”

 

No me queda más remedio que apelar a mi segunda costumbre: huir de mí, pero hacia adentro.

Ya me tengo manyada esta parte disfrazada de mi mismo: busco y rebusco en lo que podría darse en llamar mi Antigüedad Clásica: cartas, papeles, borradores de tesis, de trabajos de la Facu, vídeos Betacam, VHS, diskettes de tres y medio, Floppy Disk…

… y encuentro la metáfora del desierto, mi metáfora más querida.

Recupero “Porcelana y volcán”, el deleuziano discurso que leí en el fin de fiesta del Turno Noche del Colegio Nacional “Nicolás Avellaneda”, en el ultramenemista mes de diciembre de 1995.

El discurso giraba en torno a una metáfora clara: era posible imaginar a la Patagonia, a la adolescencia y a la escuela secundaria como un desierto. Y en este discurso relataba tres historias que, cada una a su manera, habían invadido la Patagonia a finales del siglo XIX, para volver como espectros cien años después, a finales del siglo XX.

Por un lado, la historia del General Julio Argentino Roca, que en su Expedición al Desierto de 1880 exterminó a los indígenas nativos, regresando con su rostro de prócer incorruptible impreso en los billetes de 100 pesos.

En segundo lugar, la historia del francés Orllie-Antoine I, autoproclamado Rey de Araucania y Patagonia con el apoyo de las tribus indígenas de la Cordillera de los Andes, que regresó cuando, durante la Guerra de Malvinas, un puñado de sus herederos desembarcó en una isla desierta del archipiélago, clavando una bandera que rezaba: “Reino de Araucania y Patagonia”.

Y finalmente, la historia del soñador italiano Errico Malatesta, que bajó a la Patagonia a buscar el oro necesario para financiar la revolución mundial, y que sigue entre nosotros a través de pastas y facturas que produce cuando se instala en Buenos Aires como panadero, bautizándolas con los nombres anticlericales de “Suspiro de monja”, “Sacramento”, “Vigilante” o “Bola de fraile”.

Brillante texto –me digo– lo recupero, lo reciclo, lo redondeo, lo represento y lo releo en el Maratón felgueriano, ¿quién se va a dar cuenta de que es un texto escrito por mí, pero antiguo?

–Te darás cuenta tú –me dice desde el fondo del inconsciente mi psicoanalista con la vehemencia que la caracteriza, que reemplaza al Lúcido y a quien por cierto le pago bastante más…

–Vale, vale –digo yo, con la sumisión que caracteriza a Pablito en el diván. Me marcho de la consulta con el rabo entre las piernas, no sin antes gritar para mis adentros (no sea que mi psicoanalista escuche):

–¡Algún día seré Pablo!

 

Tres: “La novela de papá”

 

Tendré pues que ponerme a pensar yo, a inventar yo, a ser yo lo mejor posible. Concentrémonos y elaboremos al menos un punteo más o menos original de libros que no existen y que me gustaría que existieran a mí, para luego pensar su prólogo:

  • Un libro hecho a base de las frases más o menos volátiles marcadas en las dobladuras de las páginas de los libros leídos.
  • Un libro con toda esa serie de ideas o de reflexiones o de apuntes febriles nunca llevadas a la práctica que voy apuntando en papelitos perdidos.
  • Un libro hecho de las dedicatorias a los libros que regalé y las dedicatorias a los libros que me han regalado.
  • Un libro hecho de los emails que envía mi padre contándole a sus hijos y a su nieta Valentina la vida y milagros de un dandy, de un flâneur, vamos, de todo un bacán nacido en 1930 y que muy bien podría titularse Memorias de un bacán

Memorias de un bacán, por Pablo Nacach

 

“No escribiría sobre los muros de la prisión.

Debería arrancarme las uñas buscando la salida”.

Georges Bataille.

 

Desde la habitación de un pequeño hotel con nombre gombrowicziano, que podría ser llamado pensión si la categoría del inquilino no lo impidiera, a la altura del 900 de la Avenida Brasil, frontera natural ya entre los barrios de Constitución y Barracas, en pleno corazón de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, emergen las páginas de este primer tomo de Memorias de un bacán: infancia de adoquines, juventud de viento, en las que el tardío escritor Jacobo “Eduardo” Nacach nos regala un estilo de escribir, una forma de contar, un modo de pensar: una época.

En efecto, inclinado hasta altas horas de la noche sobre la mesa de trabajo que se hiciera subir a sus dependencias del “Cosmos”, o abstraído de televisiones, parroquianos y golazos sobre la barra del boliche “Negro el Ocho”, es como y es donde podemos imaginar a Nacach, recién cumplidos los 84 pirulos, escribiendo esta serie rabiosa y amarga de anécdotas vitales, este conjunto tierno y despiadado de aguafuertes capitales que abarcan sobrados años personales y dos siglos de historia argentina. Puñaladas de un facón que como bien sabía Juan Dahlmann tienen que entrar hacia arriba y con el filo para adentro, nada tienen que envidiar estas memorias a Las Confesiones de Rousseau o al Ecce homo de Nietzsche.

Así, en primer término el autor nos convoca a seguirlo en sus desventuras de purrete, cuando acompañaba a su padre a la sinagoga, un hombre llegado a Buenos Aires quién sabe desde qué punto lejano de Siria a los dieciséis años, después de haber atravesado en soledad quién sabe qué mapas durante una travesía de dos años.

O cuando por orden de su madre María se veía obligado a ir a buscarlo al tenebroso bolichón donde su viejo paraba junto a la flor y nata de la desdichada colonia sefardí local –local era la Avenida Montes de Oca, nacional era Barracas–.

O cuando la calle de adoquines y tranvías era escenario definitivo de los juegos infantiles que compartía con la barra del Parque Lezama, embudos lúdicos que desembocaban inexorablemente en una pelota hecha de calcetines anudados y sueños de ser Cherro o Francisco Varallo.

O cuando, en respuesta a la perentoria exigencia paterna, a diferencia de sus cuatro hermanos varones, el adolescente fugaz que fue Nacach elige seguir estudiando en el bachillerato comercial en lugar de ponerse a trabajar en la tienda familiar de compra y venta de telas –por llamar de alguna manera a un lóbrego local de veinte metros cuadrados atiborrado de trapos–, y lo hace no porque le gustara demasiado estudiar, sino porque le gustaba demasiado poco laburar.

El tiempo pasa para todos y el niño Jabobo cede protagonismo al joven Eduardo, que abandona las comillas casi por imperativo legal: nada entra ni sale de la vida argentina si no lo autoriza Juan Domingo Perón. De modo que Nacach cambia su apellido por Lacar y Río Gallegos, la capital de la provincia de Santa Cruz, es el destino escogido por el bacán para encerrarse a leer a los rusos en su idioma original y olvidar una temporada el frenesí porteño y el apriete peronista.

El frío y el viento patagónico lo devolverán a esa grave enfermedad nerviosa a la que habitualmente llamamos Buenos Aires, cenotafio sui donde comenzará la vida adulta de un hombre que esperamos sinceramente se encuentre ahora mismo apagando la tele aunque esté jugando Boca Juniors y poniéndose a escribir –¿eh, viejo?– el segundo tomo de estas extraordinarias Memorias de un bacán, que nos permiten sentar a su autor en el Olimpo Literario que hasta ahora compartían Leónidas Barletta y Roberto Artl.

Final

 

Exista o no este libro, exista o no esta padre mío, quien sí existe es Oliverio Girondo, y suya es la frase que traemos con Eva Guillamón a colación para homenajear a nuestro querido objeto el libro y a nuestra querida acción de leer:

 

“Un libro debe construirse como un reloj y venderse como un salchichón”.

 Bon apettit!

 

 

 

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.