Llegué a casa sintiéndome sucia, pero con un cosquilleo de satisfacción subiéndome y bajándome por la barriga. En mis ocho años de vida no había tenido tiempo de muchas peripecias, pero, tras esa tarde, por fin tenía un secreto. Aunque no lo entendía del todo, sabía que mis padres no podían enterarse. Ni siquiera estaba segura de contárselo a mi hermana, quizá si a mi vecina Carmen si mañana mamá me bajaba a la piscina, ella lo entendería. Al fin y al cabo, tenía un año más y solía presumir de haber leído las Loka de su hermana, yo había visto en el quiosco que con esa revista regalan Durex. En mi caso, por el momento, solo podía leer la de las Bratz porque mi hermana decía que la Bravo y la Superpop eran para mayores de diez.
La tarde en casa de Cristina había comenzado con normalidad. Su padre nos había recogido del cole y llevado a su casa. Me gusta su coche porque tiene migas, a mí papá no me deja comer nada cuando me lleva en el Mercedes. A los padres de Cristina no les preocupan esas cosas. Al llegar a la casa, su padre nos ha advertido que ha tenido guardia y se va. No entiendo que es “tener guardia”, pero sé que significa libre albedrío por la casa en absoluto silencio y que la tarde suele acabar mal porque cuánto más sigilosas tenemos que ser, más nos reímos, y al final sus padres llaman a los míos para que me saquen de allí. Los padres de Cristina piensan que soy lo que se dice “una mala influencia”, pero eso es porque no conocen a su hija bien. Ella es la que manda en el grupo, la que se sube la falda del uniforme y se suelta el pelo cuando pasa por la valla de los de quinto y sexto. También es la que siempre tiene historias jugosas porque se las cuenta su primo Jose Daniel, el mayor, y ve pelis de miedo con él.
Nos sentamos en la mesa redonda de la cocina y saca las TostaRica. Ella siempre me deja a mí que coma algunas de más, porque sabe que en mi casa no hay de eso y tengo que almacenar provisiones hasta mi próxima visita. Cuando como TostaRica deseo no volver a lavarme los dientes nunca más. En el frigorífico de Cristina siempre hay cosas exóticas, como yogures de sabor maracuyá o estrachatela. Creo que es porque sus padres no son de aquí, son de Orihuela, y quizá ahí la gente tenga un paladar más refinado.
Cuando damos la merienda por finalizada, salimos de la cocina. Como su padre es guardián, tenemos que andar como ninjas y es divertido. Nos quitamos los zapatos para hacer menos ruido y el fresco de las baldosas nos sube de los dedos a las pantorrillas. Cristina es mucho más alta que yo, así que me cubre las espaldas, pero como también es más ágil, siempre acaba adelantándome.
Pasamos por la habitación de su abuela. La abuela de Cristina está muerta, pero no del todo. Cristina dice que por la noche se escucha su voz en esa habitación y que a veces hay ruidos o se caen cosas de las estanterías. Dice que eso ella lo ha visto en pelis de las de Jose Daniel y que significa que su abuela tiene “asuntos pendientes”. A mí eso me hace pensar en las perlas de mi yaya Marina. No entiendo por qué la abuela de Cristina no puede irse al inframundo o lo que sea por unos pendientes, pero, como no quiero que haga ruidos durante mi estancia en la casa, entro a la habitación a saludarla y presentarle mis respetos. Charlamos un poco con el fantasma de su abuela, le enseño la portada de la libreta de lengua de la que me siento muy orgullosa porque Gema, que es la que mejor pinta de la clase, ha pintado una boca con la lengua fuera y yo la he coloreado genial. Estamos listas para bajar al sótano.
El sótano de Cristina es enorme y en él almacena toda cantidad de juegos, libros, cómics de Tintín y películas disney en video que dice que ya nunca ven porque ellos tienen el Digital Plus. Quiere enseñarme su nueva casa de la Barbie, que muy nueva no es, porque se la ha dado su prima, pero tiene dos plantas y puedes montar a las muñecas en una plataforma-ascensor. Empiezo a abrir y cerrar los armarios de la casita y a explorar bien el decorado, alguna de las pegatinas que lo conforman están despegadas por las esquinas, pero me parece muy lujosa, aun así. Cristina me encasqueta la muñeca morena, eso me molesta. Yo siempre soy la rubia porque me parezco, ella tiene que ser la morena porque su pelo es negro. Le digo que soy la invitada y debo tener la muñeca que prefiera. Me dice que no muy seria y yo me levanto y me pongo a mirar el resto de los juguetes para que vea que solo jugaré bajo mis términos y, si no, que ya me lo paso muy bien yo sola. Cristina me ignora y agarra las dos muñecas. De repente, con una desenvoltura que jamás le había visto desplegar en los límites del patio del colegio, les junta las caras y se las empieza a aplastar hasta que el rubio y el moreno de sus pelos de Barbie son una maraña indivisible. Mis ojos se abren como platos, jamás había visto cosa igual. En mi casa, mi hermana solo dejaba que los personajes se besaran un poco si se iban a casar. Además, como solo teníamos un Action man para muchas Bratz, la trama solía girar en torno a la infidelidad y poco más. Este nivel argumental solo se me había pasado por la cabeza en las lunas de miel, pero nunca tan directo y explícito. Cristina me mira, sabe bien que no puedo resistirme a su descaro, así que termino de hacerme la interesante y me siento a su lado. Me da una tercera muñeca, esta vez es castaña y lleva un vestido azul que no tardo en levantarle para sumarla al ritual de choque de plásticos. Cuando no se nos ocurren más posibilidades de contorsión y colocaciones para esa colorida maraña de pelos a mechas y accesorios Mattel, damos el acto ceremonial por terminado y subimos corriendo las escaleras para dejar atrás la escena del crimen. El frenetismo de lo prohibido nos imbuye provocando risas eufóricas imposibles de contener hasta que, como siempre pasa, baja su padre y me dirige esa mirada de desaborío que ya se lo que significa: mi madre no tardará en llegar para recogerme.