El encuentro con Pablo Martín Sánchez, escritor, traductor y cuñado insigne de otro Pablo no menos ilustre, tuvo lugar el viernes 16 de diciembre de 2022 en una sala de estar del madrileño Hotel Catalonia, que ocupamos durante horas con una actitud que fue virando de la clandestinidad al descaro a medida que el número de consumiciones sobre la mesa aumentaba. Sin embargo, no estábamos allí para comer y beber. Habíamos ido a Madrid desde localidades de la periferia, desde Zaragoza, desde Barcelona y desde otras partes de la misma capital (lo suficientemente inabarcable como para que cualquier desplazamiento dentro de ella convalide como viaje) con el fin de entretenernos. No es solo que el tiempo pasara rápido y bien. Utilizo el verbo “entretener” en un sentido casi literal: durante las horas que duró aquel evento las diez personas allí presentes nos tuvimos, nos sostuvimos entre nosotras, culminando un ejercicio de reflexión colectiva del que resultó imposible marcharse sin la satisfacción de quien ha aprendido algo y, sobre todo, sin ganas de escribir.
Pablo llegó pertrechado con las traducciones al inglés y al francés de su primera novela, El anarquista que se llamaba como yo, que pudimos hojear con la extraña intimidad que da tener al autor delante. Pero él no había venido a hablar de su libro. Por supuesto, nos relató detalles de su proceso de escritura e incluso confesó qué constricciones se había impuesto en la redacción de la obra. Charlamos también sobre su trabajo como traductor y sobre la ilusión que le hacía su nombre fuese a aparecer en la portada junto al de Perec en la versión castellana de [inserte título aquí] que había corrido a su cargo. En definitiva, no se puede decir que su obra y él no fuesen personajes principales de la conversación. Ahora bien, éramos conscientes, él el primero, de que todo lo que nos contaba no era palabra tallada en piedra, sino una rica experiencia personal, y de que hablar como escritor debería implicar siempre hablar hacia la escritura y todo lo que la hace posible. De ahí la importancia que tuvieron a lo largo del coloquio algunos aspectos más formales sobre lo que significa escribir, editar y publicar. Valdría la pena insistir en estos dos últimos verbos, pues el mundo editorial, con sus luces y dolores, recibió una amplia atención.
Llegados a este punto del diálogo en que percibimos consolidadas la confianza y la expectación, y menguada nuestra timidez para interrogar al escritor sin discriminación acerca de todo lo que nos despertaba curiosidad, una de nosotras lazó la pregunta que unánimemente nos rondaba por la cabeza sin que pareciera demasiado intrusiva y chismosa (a pesar de que lo primero que le preguntamos fue acerca del dinero, el vil metal). La pregunta por el exclusivo y elusivo grupo OuLiPo del que él forma parte: ¿Cada cuánto quedaban sus miembros? ¿De qué se hablaba en esas reuniones? ¿Qué reglas seguían? ¿Qué potencial literario habían descubierto en este taller de literatura potencial? Pablo nos concedió las respuestas a estas preguntas con tal ligereza que llegué a pensar que quizás se lo estaba inventando, que estaba haciendo un ejercicio literario como uno teme que pueda estar haciendo un escritor cuando te dirige la palabra. Tanto si la información es falsa como si es verdadera, no vamos a reproducir sus respuestas porque cualquiera de las dos posibilidades nos disuadiría de hacerlo. Lo que sí podemos asegurar es que nos dio mucho de qué hablar en la sobremesa de la fonda obrera donde seguimos conversando con el escritor.
Puestos a extraer una conclusión de un encuentro que no tenía vocación de comienzo ni de final cabe decir que el testimonio de Pablo Martín Sánchez deja claro que la ficción con la que él se gana la vida no es lo contrario de la verdad (este atributo le corresponde más bien a la mentira). La ficción es (o aspira a ser) un pedazo más de verdad, de realidad, solo que tan tímida y modesta que no se impone y que para hacerse presente precisa a veces limitarse a sí misma, ponerse constricciones, a fin de no olvidar que también es parte de este mundo y no su negación ni la construcción de otro más fastuoso. Así pues, en la medida en que somos siempre de aquí y no de más allá, no nos queda otra que seguir escribiendo, ficción o cualquier otra cosa, como una manera de afirmarnos y de afirmar el mundo. Ya lo decía Carlos Drummond de Andrade:
No grites, no suspires, no te mates: escribe.
Escribe novelas, informes, cartas de suicidio, exposiciones de motivos,
mas escribe. No te rindas al enemigo. Escribe memorias, facturas.
¿Y por qué desprecias al hombre, papel, si él te fecunda con dedos sucios
y dolorosos?
Piensa en el dulzor de las palabras. Qué fiebre te comunican. Qué riqueza.
Mancha de tinta o de alquitrán, en todo caso mancha de vida.
Pasar los dedos por el rostro blanco… no, en la superficie blanca.
Ciertos pliegos son sensibles, ciertos libros nos poseen.
