Nacido pivote, transmutado en bolardo. La misión que se le encomendó fue la de proteger al viandante de los peligrosos al volante, la de establecer una barrera clara entre la acera y el asfalto. Pero el pivote se fue envileciendo, comenzó a hacerse rígido, inflexible, y echó raíces tan fuertes que arrastraba parte del suelo si era movido por un vehículo.
Cada vez se acercaba un poquito más a la carretera, para mortificar a todo al que aparcara en sus dominios. Las mejores carrocerías temblaban y comenzaron a susurrar entre ellas: “bolardo, bolardo…”.
Al principio parecía que el pivote cumplía con creces su cometido, pero pronto descubrió el peatón el engaño. El pivote modificó su tamaño para nivelarse a la altura de la rótula. Hasta las personas más avispadas tropezaron y definitivamente permutó su nombre: “¡Bolardooooooooooo!”.