Críticas literarias/Eventos

M. en el diván (por Mitas)

albert-camus-el-extranjeroSi tuviéramos que vestirnos la bata del psicoanalista (¿llevan bata estos tipos?) para descubrir los tres rasgos principales que rigen la personalidad del Meursault de este par de capítulos, el informe rezaría (sí, he elegido el verbo a propósito por fastidiar a M., lo reconozco) lo siguiente:

SENSUAL (animalizado, instintivo)

El protagonista (o paciente, je, je, je) parece relacionarse con el mundo exclusivamente a través de los sentidos, y solo siente felicidad o contento a través de los instintos más básicos y las sensaciones puramente físicas.

Prácticamente todo lo que se despegue de este plano sensual y de este universo sensorial se le escapa, le supera o no le interesa. Sin embargo es muy consciente de sus necesidades y apetencias físicas y las disfruta de un modo intenso, llegando a hablar de felicidad al disfrutar del fresco de la calle y la contemplación del cielo del atardecer.

«Hacía mucho calor en la oficina y cuando salí al atardecer me sentí feliz caminando de vuelta lentamente a lo largo de los muelles. El cielo estaba verde. Me sentía contento. Sin embargo, volví directamente a mi casa porque quería prepararme unas papas hervidas».

En el relato de los dos capítulos, durante los que transcurren escasamente dos días, el protagonista menciona explícitamente:

  • los litros de vino que se bebe;
  • cada una de las comidas (incluso nos hace ver que se decide a charlar con su vecino Raymond esa noche porque le ofrece unas salchichas);
  • sus siestas tras las comidas;
  • los cigarrillos que se fuma;
  • el deseo que siente por María:

«María vino, como habíamos convenido. La deseé mucho porque tenía un lindo vestido a rayas rojas y blancas, y sandalias de cuero. Se adivinaban sus senos firmes, y el tostado del sol le daba un rostro de flor»;

  • incluso describe la gran diferencia que supone para él que la toalla esté bien seca cuando la utiliza:

«Antes de abandonar la oficina para ir a almorzar me lavé las manos. Me gusta mucho ese momento a mediodía. Por la tarde encuentro menos placer porque la toalla sin fin que utilizamos está completamente húmeda; ha servido durante toda la jornada. Un día se lo hice notar al patrón. Me respondió que era de lamentar, pero que asimismo era un detalle sin importancia».

Al final del capítulo cuarto comprobamos claramente cómo la vida de Meursault se rige por pulsiones sensoriales e instintivas, que arrollan por completo el plano afectivo y emocional, cuando descarta un pensamiento sobre su madre y se centra en el sueño y el apetito:

«Le oí ir y venir. La cama crujió. Y por el extraño y leve ruido que atravesó el tabique comprendí que lloraba. No sé por qué pensé en mamá. Pero tenía que levantarme temprano al día siguiente. No tenía hambre y me acosté sin cenar».

AMORAL (testigo impasible, neutral)

Meursault no juzga nada de lo que observa o experimenta, tan solo actúa como testigo impasible y neutral. No aplica normas morales ni códigos sociales para enjuiciar lo que ve. No parece distinguir entre el bien y el mal; son categorías que no se plantea o no le interesan. A ojos de Meursault, las cosas sencillamente son, sin necesidad de catalogarlas moralmente.

Esta ausencia radical de moral, la percibimos, por ejemplo, en su visión del caso de Salamano y su perro. Hasta en dos ocasiones a lo largo de estos capítulos, otros personajes (incluso de dudosa moralidad, como el propio Raymond, que ve bien golpear a su amante) abominan del trato del viejo hacia el perro y le increpan para que dé su opinión. En ambos casos, Meursault se niega o se siente incapaz de juzgarlo:

«Entonces quedan los dos en la acera y se miran, el perro con terror, el hombre con odio. Así todos los días. Cuando el perro quiere orinar, el viejo no le da tiempo y tira; el podenco siembra tras sí un reguero de gotitas. Si por casualidad el perro lo hace en la habitación, entonces también le pega. Hace ocho años que ocurre lo mismo. Céleste dice siempre que «es una desgracia», pero, en el fondo, no se puede saber».

Al presentar a Raymond asegura que no tiene motivos para no tratar con él, a pesar de que todo el mundo lo juzgue como un mal tipo, demostrando así su amplio desprecio por las convenciones sociales. Y cuando este le cuenta su historia, a Meursault no le parece ni bien ni mal, tan solo interesante:

«… quería saber qué opinaba de la historia. Respondí que no opinaba nada, pero que era interesante. Me preguntó si creía que le había engañado, y a mí me parecía, por cierto, que le había engañado. Me preguntó si encontraba que se la debía castigar y qué haría yo en su lugar. Le dije que era difícil saber…»

INDIFERENTE (distante, desapegado)

Nuestro protagonista vive como con distancia. Lleva una existencia, en cierto modo, amortiguada; alejado de todo lo relacionado con el ser humano, incluidos sus propios sentimientos y su propio yo. Los propios acontecimientos de su vida le resultan ajenos:

  • la muerte de su madre;
  • la camaradería de Raymond;
  • el amor de Marie;
  • la vida miserable de Salamano.

El universo emotivo es un campo extraño para él; lo acepta pasivamente, como desde el exterior. Pero le resulta indiferente. Tanto, que ni siquiera está seguro de sus propias emociones, ya que no les presta atención, las considera irrelevantes:

«Cuando rió, tuve nuevamente deseos de ella. Un momento después me preguntó si la amaba. Le contesté que no tenía importancia, pero que me parecía que no. Pareció triste».

Meursault responde a los estímulos emotivos desapasionadamente, como por inercia. Dejándose llevar por las circunstancias o por lo que le resulta más fácil. No parece sentir una conexión emocional ni con su propio yo. Su existencia, como decíamos, se desarrolla en el terreno más puramente físico y sensual. En los casos en los que responde en cierta medida a los requerimientos emotivos de los demás, parece hacerlo por mera inercia o por insistencia del otro.

«Entonces me declaró que precisamente quería pedirme un consejo con motivo de este asunto; que yo era un hombre que conocía la vida; que podía ayudarlo y que inmediatamente sería mi camarada. No dije nada y me preguntó otra vez si quería ser su camarada. Dije que me era indiferente, y pareció quedar contento».

«»Ahora eres un verdadero camarada, me llamó la atención. Repitió la frase, y dije: «Sí.» Me era indiferente ser su camarada y él realmente parecía desearlo».

La cuestión del diagnóstico del paciente la dejaremos ya para el final de la sesión, una vez escrutado el personaje a lo largo de todos los pasajes de su historia. Aunque, si por mí fuera, me encantaría permanecer en una actitud profundamente meursaultiana y no juzgarle. Me contento sencillamente con disfrutar de todo lo que nos ha regalado este «extraño extranjero», que, en mi opinión, ha sido mucho.

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