Filosofía/General

Hilando Locuras

El miércoles 14 de enero se presentó en Casa del Lector el libro «Hilando Locuras», producido por Meninas Cartoneras, en el que participamos con muchísimo orgullo y placer desde el Taller de Microrelato de Espacio Abierto de la Universidad Carlos III de Madrid que coordino, y que tuvo lugar entre octubre y diciembre de 2014. Escrito a muchas manos, sus autores y autoras son: Ana Gardeta, Beatriz German, Alberto Ghira, Juan Gómez, Antonio Jerrero, Debora Moro, Cristina Zarzalejos, Carlota Galocha y Rebeca Castiñeira. Ilustradora: Deb. ¡Esperamos que os guste! Y si queréis conseguir un ejemplar podéis bucarlo en http://www.meninascartoneras.com/

QUITADLE LO BLANCO

I

Era mi funeral y la mañana había despertado clara, atravesando las cristaleras cuyos colores caían desordenados y difusos por el viaje sobre mi pecho. Mi cuerpo estaba blanco, tranquilo, vestido de traje y las manos entrelazadas ya sin sangre. Yo era capaz de verlos, de sentir su respiración a escasos metros de él, observando su cuerpo inmóvil y rígido. Podía sentir las miradas de todos sobre la piel tensa, blanquecina, que luchaba por no tornarse amarillenta. De pronto recuperó la movilidad y se clavó el cuchillo.

Y aquí llega el último de los comensales, vida antes de mi vida. Padre saluda con grasiento gesto al velo negro y vestido ajustado, también negro. Seguido se arrodilla para besar sus mejillas, mi ángel dorado, mi vida; vida después de mi vida. No debería respirar este aire contaminado de flores, de cadáver, de asesinos. “Está llorando, ¡sácala de aquí!”. Nos abandona la luz y la vida, quedamos los tres irredentos en este cuarto sin ventanas.

La niña no entendía lo que estaba ocurriendo. En la iglesia se elevaba un murmullo. Los asistentes hablaban de la causa de su muerte. Las palabras demencia y suicidio corrían en boca de todos. El timbre sonó dos veces. La niña se apresuró a abrir la puerta. La ropa, el pelo y el olor del hombre que se encontraba frente a ella la asustaron tanto que la cerró de golpe. Escuchó a hurtadillas la conversación entre su madre, que acudió rápidamente al escuchar el portazo, y aquel desconocido, compungido por la muerte de su padre. La pequeña se dio cuenta de que el extraño era su vecino.

Carne de la carne. Lirios. Su hedor es asepsia de lejía, es como un exvoto en el vertedero, como joder con el espíritu santo, y sin protección. Olor, al fin, de flores muertas, desbastadas del tálamo y en exhibición macabra, que me despierta una náusea con viveza animal (como de gusanos) que contengo y trago. Tragar, comer la agitación viscosa de mis adentros. “¡Os miro yo a vosotros en una vitrina, y no a la inversa!”. En sepulto secreto los escruto velar su naturaleza vil, sentados los primeros en la platea. Mi padre y mi esposa. Ella llora fingidas lágrimas de mercurio que tiznan el reflejo de su alma. Él manosea sus hombros con las palmas infamadas de brea, o de sangre. “Malditos con marca indecible, ¡yo os descubrí!”. No habréis de disimular confirmación a mi certeza, que vuestros manes ya envidian el estado cruel de mi cuerpo. Y el pecado peor, sin remisión, es infligirme duda que mancha a mi adorada, a mi inmaculada; porque es mía, tiene que serlo.

El verbo enmudece y la mente no encuentra lo que asir. ¿Quién vive? Cercado de alimañas e infestado por lo incierto vivir es un castigo y morir asesinato. Los culpables en primera fila y el verdugo protagonista. Acaso, ¿hay más forma de morir que suicidarse? Pero sin duda esta voz enloquecida no es el silencio eterno que esperaba.

II

El blanco, con los ojos muy abiertos y el pelo rizado, negro como el mismísimo corazón del diablo, estaba cubierto con un vestido que intentaba irradiar inocencia. Inocencia que moría en los ojos que lo miraban con rabia y lujuria. Inocencia tan impura que quiso salir corriendo, huir, esconderse; con el único propósito de no ver esa expresión en el rostro de una niña tan pequeña. Pero no podía moverse. “Aquí me tenéis, presenciando cómo descienden mi cuerpo en un ataúd anticuado lleno de florituras horteras, a pesar de que yo quería que me incineraran”.

El tiempo parecía haberse detenido en la estancia. Los minutos eran largos y pesados. A nadie le extrañaba que el loco hubiera acabado donde estaba: al fin y al cabo, nunca fue más que un loco. Un loco que recorría un camino en zigzag, que llegó a varios finales antes de encontrarse con su final.

La anciana estaba sentada en su trono, supervisando, como de costumbre, las cajas de la muerte. Miraba al frente, y acariciándose el mentón, los pelos de su barbilla danzaban entre sus dedos. Ella simplemente estaba allí, observando con sus grandes ojos avellana, colmados de solemnidad, la escena. Solemnidad que no llegaba a los ojos. Cuencas vacías y oscuras los sustituían con una mueca de terror desfigurando lo restante del rostro. Entendía poco o nada, pero sentía el dolor roto de los presentes. Sin embargo, se dio cuenta de que la anciana de las alturas permanecía impasible.

– Abuela, no falta nada para la fiesta. ¿Tú no tienes ganas?

– Niña, vete al carajo a jugar con tu muñeca.

Salió corriendo y regresó con un mechero y una muñeca. Encendida la llama, se quedó durante unos instantes hipnotizada por las chispas y el calor. Después acercó el pelo del juguete a ella.

Es normal que no sienta tristeza, apenas me ha visto mientras vivía. Pero a esas alturas yo ya había cortado toda relación con lo que quedaba de mi familia, y pasaba los días pudriéndome en el hospital psiquiátrico en el que me encerraron. Los médicos intentaban hacerme entrar en razón, decían que no había superado el duelo por la pérdida de mi padre, que tenía que aceptar su muerte. Pero yo estaba seguro de que él estaba conmigo.

Después de la ceremonia, los cuerdos regresaron a sus posiciones rutinarias, a apagarse lentamente. El loco que prefirió quemarse en vez de consumirse, era feliz separado por metros de tierra de los cuerdos. Y la niña siguió observando a la mujer y a la anciana, que soñaban con tener las alas que la locura le había regalado al joven.

Encendió un puro y se propuso consumirlo lentamente. La joven, aún agarrándose el pelo de dolor, se sentó a su lado, y más tarde regresó la niña. Esperaron hasta que la brusquedad de un hombre con una camisa de fuerza atravesó las puertas. El individuo se resbaló con la muñeca chamuscada y se golpeó la nuca con el ataúd. Ninguna de las tres se inmutó hasta que el tono más viejo penetró el silencio.

– Niña, coge a tu hermana, quitadle lo blanco y metedlo todo en el ataúd.

“Señora, la vida nos castigará por esto”.

– Ten claro que os castigaré –y dio la última calada–.

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