Club de Lectura

Bright, Bright Side (por Magalí, Lucía, Teresa, María y Delia)

Bright, Bright Side

Más allá del ruido, donde las voces se diluyen en la espesura de los altos cipreses, el silencio sigue susurrando su presencia al oído del vacío. Lo que en primavera se tiñe de verde, en otoño abrasa y en diciembre pierde su destello al sumergirse en la oscuridad. Alrededor del valle, la cadena de rocas se convierte en una barrera de coral negra que atrapa. Impone su altura y ahoga el tiempo detenido hace mucho. Este año, el manto de nieve no ha podido ahogar los murmullos que desertan las tinieblas, ni los ríos contener las heladas que cristalizan su flujo e imponen su reino; el invierno lo invadió todo.

Al umbral de la montaña más alta, se encuentra el centro de reposo de Bright Side. Aquí, cuando uno penetra, nunca se libra. Sigiloso y fangoso es el camino que atraviesa la llanura y lleva a los pacientes hacia su destino, un mundo de bruma que parece aguardar su hora entre surcos y grietas. Aquí, lo que fuera ahuyenta, dentro engulle lentamente. En la entrada, como queriendo huir de su propio encierro, las rejas extienden sus garras más allá de la niebla. Muy alto en el cielo, una inscripción de acero forjado alberga recuerdos que no se olvidan: «La cura os hace libres». Aquí, no existe otra salida que la que uno encuentra en sí mismo.

Jardines bien recortados saludan a los visitantes (atrapan a los habitantes). Un mareo verde, sendas de arena cruzadas, y varios pisos de ladrillo viejo en verticual. Dan al cielo azul, despejado, muy de sábado por la mañana.

Al otro lado de las rejas hay un puente. Sobrevuela la tierra helada y conduce a una puerta de madera maciza, cuyo grosor, nunca dejó escapar los ruidos que atormentan su interior. Detrás, no más lugar para la penumbra. Todo se ausculta, extirpa y destripa. La luz reina tan fuerte como la vigilancia que manda y pega.

Pasillos abiertos, envueltos en metal, construidos para permanecer vacíos, fríos, siempre sobre el suelo el resbalar. Miradas, desde el perfil blanco, que explican la soledad a gritos.

Las cámaras acechan los rincones, no hay puertas que se cierren por dentro, ni llaves que se libran de los médicos e enfermeros, ningún lugar para huir: una soledad pulcra y calculada.

***

Abrí los ojos bruscamente. No tenía ni idea de dónde estaba. Solo distinguía una inmensidad blanca, borrosa, donde reinaba un silencio sepulcral, y yo estaba como suspendido en ella. Algo pegajoso me recubría el cuerpo, incluso la cabeza. Quise arrancarlo, pero fue imposible, estaba adherido a mí como una segunda capa de piel. Cerré los ojos de nuevo con la esperanza de que al volver a abrirlos todo sería normal. Y quizá fue eso, pensar en ser normal, lo que me relajó, hasta tal punto que me sumí en un profundo sueño.

No se lo he contado a nadie, pero desde hace meses noto que alguien respira a mi lado. Sé que parece una locura, una locura o un error, pero estoy totalmente segura de que no son invenciones mías. No lo son, es algo real. Tan real, como mi soledad desde que no está Ethan, o el moho que cubre cada rincón de mi casa.

No puedo decir cuánto tiempo llevaba dormido, cuando un ruido hizo que volviese en mí. Agucé el oído. El silencio continuaba imperturbable. Pero algo había cambiado que me alivió: la capa viscosa había desaparecido. Parpadeé varias veces y vi un techo blanco, que formaba perfectos ángulos de noventa grados con cuatro paredes del mismo color. Ladeé la cabeza a la derecha, de donde venía la luz, y encontré una ventana. A través de ella apareció un cielo azul, de un descorazonador azul plata, que se reflejaba en la copa de unos árboles totalmente desconocidos. Quise incorporarme, pero no fue fácil. La cabeza me pesaba, tiraba de mí hacia atrás. Cuando por fin lo conseguí, me sorprendió ver que llevaba puesto un pijama que no era mío. De las mangas sobresalían mis manos, llenas de arañazos, que empezaban a estar cubiertos de costra. Miré detenidamente a un lado y a otro. Sí, estaba en una habitación extraña. Sin embargo, la cama más alta de lo normal con pies metálicos, el tejido áspero de las sábanas, ese sillón al lado de la ventana, todo lo que había a mi alrededor me hacía sospechar que estaba en algo así como un hospital. Toqué donde estaba el corazón para comprobar que latía con normalidad, miré por el cuello del pijama y vi la piel como la recordaba.

Sin embargo, al principio dudé. Pensé que estaba enferma. Son muchos años trabajando en la fábrica, pensé. Es normal que empiecen a fallarme los pulmones. Aunque no es que respirara peor, lo que pasaba era que notaba ruido extraño, como un eco. Respiraba y escuchaba mi respiración y algo más, un sonido que llegaba unos segundos después, a veces acompasado, y otras desigual. Cuando se acompasaba era muy difícil distinguirlo de mi propia respiración, pero cuando tenía otro ritmo era imposible ignorarlo.

Durante las primeras semanas me obsesioné. Buscaba el silencio, el silencio absoluto. Pensaba que si lograba encontrar un lugar donde lo único que se escuchara fuera mi respiración, podría estar segura de lo que me pasaba, pero era imposible. Me metía en la cama, apagaba la luz, desconectaba todos los aparatos de la casa, y escuchaba. Era inútil, siempre se oía algo. Un coche pasando por la calle, la cisterna del vecino, crujidos de la madera. Ni de madrugada lograba que el silencio fuera completo.

Con gran esfuerzo caminé hasta la ventana. Allá afuera, con el cielo y los árboles, había un portalón de hierro. Debía de ser la entrada principal al recinto. A la derecha había otro edificio, de una sola planta, con una especie de sala de estar acristalada. En ella había varios hombres también en pijama. Observé sus caras, sus expresiones, todas ellas tenían algo de grotesco, algo que perturbaba. Empecé a verlos borrosos. En mi mente se empezaron a suceder imágenes de una noche, de una reja, de intentos desesperados de saltarla, de alguien que gritaba: “¡Huye, Ethan, huye!”. Recordé estar en el coche con Eve, pedirle que fuéramos por otro camino, decirle que estábamos en peligro. Las piernas me fallaron. Los objetos de la habitación empezaron a girar y me desvanecí.

Por eso, empecé a buscarlo fuera de casa. Cogía el coche y conducía durante horas, hasta que llegaba a un sitio que me parecía adecuado. Aparcaba en el arcén y caminaba sin rumbo, cuando me sentía agotada me sentaba en el suelo y escuchaba. Realmente, no sé si buscaba aislar esa otra respiración para escucharla mejor, o si, en el fondo, lo que quería era que desapareciera.

Lo siguiente que recuerdo es un golpe seco y estar tendido en el suelo de la habitación. Quería reptar hasta el sillón, pero no era capaz. Se alejaba de mí a cada brazada. Cuando pensé que iba a perder la consciencia de nuevo, una enfermera apareció a mi lado. Me ayudó a levantar y a meter en la cama. Le pregunté qué había pasado, pero ella terminó de arreglar las sábanas y se fue sin decir ni una palabra.

Cuando recuperé las fuerzas, fui hasta la puerta y miré a través del ojo de buey. Al otro lado había un pasillo larguísimo, totalmente vacío. Giré el pomo varias veces, pero no se abría. Volví a la ventana. Un chirrido metálico hizo que me fijase en el portal. Se estaba abriendo. Tras de él apareció el coche de Eve, con ella al volante y esa mirada… Me volví a marear y reapareció la noche, el olor de Eve, sus manos que me ponían el pijama…

Una vez encontré un túnel, un antiguo paso entre dos terrenos sobre el que corría una vía de ferrocarril. Si alguna vez he estado cerca del silencio absoluto fue en esa ocasión. Comencé a adentrarme en el túnel hasta que la oscuridad me rodeó por completo, sólo se veía un punto lejano de luz por el lugar donde había entrado y no había ningún sonido, nada más allá de mis pisadas.

Tenía que escapar como fuese. Pensé en saltar por la ventana, pero no pude abrirla, estaba sellada. Volví a la puerta, agité el pomo hasta casi romperlo.

—¡Huye, Ethan huye! —empezaron a gritar de nuevo—. ¡Acabaran contigo!

—¿Cómo? ¿Por dónde?

—¡Corre! ¡Huye! —seguían bramando.

Ahora eran varios los que hablaban, la voces se entretejían entre sí y con el silencio, entre sí y con mis latidos. Quería obedecerlos, pero no había manera de hacerlo.

—No puedo —contesté desesperado, casi llorando, mientras me tapaba los oídos—. No puedo, de verdad, no puedo…

Me paré, sentía la humedad y el frío de la tierra pegándose a mis huesos y eso era todo. Contuve la respiración y escuché, escuché los latidos de mi corazón y una respiración a mi espalda, casi pegada a mi nuca. Entonces corrí hasta que no pude más y por primera vez sentí miedo, porque sabía que no existía ningún lugar ya en el que pudiera encontrarme segura.

Apoyé la espalda en la puerta y me fui deslizando hasta acabar sentado en el suelo con las piernas encogidas. Noté como las lágrimas salían por fin de mis ojos y se deslizaban, tibias, por las mejillas. Estaba sudando, tenía frío. Solo escuchaba el corazón desbocado y alguien que se acercaba por el pasillo.

Y me acordé de Ethan, de su mirada perdida de las últimas semanas antes de que le ingresara. Esa mirada que yo había odiado tanto, esa mirada que ahora me recordaba a la mía.

***

Pero lo más importante en el centro son las líneas. Salen del inmenso hall del edificio central, pasan por las baldosas del suelo, recorren los pasillos desiertos y se prolongan entre sus recovecos más íntimos. Las líneas rectas ordenan las jornadas, desplazamientos y limpieza. Alisar la almohada, plegar la manta en cuadrado y colocarla al borde de la cama. Las líneas curvas y onduladas llevan a los pacientes por un círculo infinito de forma paulatina. Y finalmente, las líneas quebradas, origen de las terapias, medicamentos y aislamiento. Todas cortan e interrumpen, afilan la conducta y mantienen el orden. Las visitas están restringidas, las salidas al patio escasas, el tabaco prohibido, el alcohol confiscado y duramente castigado.

Una luz o un foco hacia arriba, la vida cómodamente desinstalada en una nada limpia, brillante. También el olor de las sábanas, como a calor desinfectado, y los espejos escondidos, ¡tan rápido!, jugando a reírse desconsoladamente o a llorar a carcajadas.

Al cabo de un tiempo, todos los pacientes acaban teniendo la misma pesadilla. Las altas paredes crecen y crecen hasta romper la bóveda del cielo, que cae en un estampido de vidrio roto. Mientras, unos barrotes inmensos giran alrededor y la música desafinada de un organillo retumba entre los espejos de un tiovivo. Al despertar, uno se olvida de quién es y dónde está, lo único que recuerda es que Bright Side sigue aquí para corregir y sanar.

 

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