Sandrita
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Sabino Quirites, a quien le gustaban los relojes. Eso es lo único que mi madre me dijo de él, antes de sucumbir a la caída de una estantería donde guardábamos sus relojes de arena. Esto pasó hace poco tiempo. Mi padre la abandonó, porque no sabía usar el reloj y porque solo se dedicaba al oficio de embotelladora de nubes. Esto pasó hace mucho tiempo. Yo no llevo reloj. No sé leer la hora.
Al poco de llegar, me crucé con una vieja desértica a la que pregunté por mi padre. Me dijo que lo habían dado por muerto, que había desaparecido. Miré alrededor. Todo lo respetaba la arena, salvo una casa. Eché a andar hacia ella. Empujé la puerta con las yemas de los dedos y se abrió como un baúl oscuro. Me percaté de que la vieja me estaba siguiendo, pero se quedó fuera, muy quieta. El viento empezó a llenarle la ropa y las arrugas de arena.
Paseé la mirada por la estancia desnuda. Las paredes eran de cal y el suelo de barro prensado. Volví los ojos a la vieja, pero a través de la ventana solo se veía un cúmulo de arena en el lugar que antes ocupaba ella. Era difícil moverse por dentro de la estancia, grandes cúmulos cortaban el paso. Me acerqué para meter la mano en el más alto hasta deshacerlo, porque siempre me sentí tentada de hacerlo con la arena de los relojes de mi padre. Entonces el suelo cedió bajo mi peso. Caí a una estancia inferior y estuve cerca de quedar enterrada bajo la arena y el estruendo. Valiéndome de una tabla de madera carcomida para remar por entre la arena, legué a la cima de una gran duna. Desde allí pude ver a una persona, semioculta bajo lo que quedaba de la estructura de la estancia superior. Había sucumbido a la caída de una estantería rebosante de nubes embotelladas. Olí a humedad y a cristales rotos. Esto pasó hace poco tiempo.
De vuelta en casa (Alejandra)
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal César Sarmiento, hombre muy respetado por todos en la región, incluso por los maridos de sus queridas y por aquellos que le debían dinero al póker.
Cuando llegué, el viejo ya agonizaba. Al parecer, fue algún tipo de alimaña. Un lobo o tal vez un puma, lo derribó de su caballo la noche anterior, cuando volvía de la estación de ferrocarril. Del pobre animal no quedaron más que unos cuantos huesos, al orgulloso César se conformó con sacarle las tripas.
Así que ahí estaba, el otrora altivo César Sarmiento, ya no era más que una criatura al que, en medio de un charco de sudor, el dolor hacía revolcarse entre las sábanas de la cama en la que fui concebido y de la cual arrojó a mi madre, como a un trapo viejo, hasta que ella murió, consumida por los celos y la pena.
Le escuché proferir palabras inconexas, temblando en su estado febril. De pronto, me miró. Abrió los ojos espantado, como reconociéndome sin verme, sumido en las brumas del delirio. – Tú – murmuró entre sollozos, en un patético intento de súplica. Sonreí, una mueca torcida, malévola. – Vine a despedirme, padre, ¿no va a darme su bendición?
Emitió un último estertor, un gemido ronco que fue apagándose hasta dejarlo inerte, con los ojos muy abiertos y un rictus de horror en la cara, igual que si hubiera visto al mismísimo diablo.
Me di la vuelta y me marché, decidido, a paso rápido. No miré hacia atrás ni una sola vez. Atardecía cuando tomé el camino recto, adentrándome en el bosque.
Un aullido me dio la bienvenida, al que se sumó otro y otro más, y pronto toda la manada coreaba aquel sonido.
Temblé. No por miedo, sino de alegría, de salvaje excitación. Aún sentía en mi boca el sabor de la sangre paterna, metálico, dulce como una venganza. Eché la cabeza hacia atrás y respondí. El mío fue un aullido largo, potente, un aullido que, al mismo tiempo, anunciaba la victoria y mi regreso.
Saltando sobre mis cuartos traseros, me lancé a correr hasta que mis cachorros me rodearon, celebrando el tenerme, al fin, de vuelta en casa.
Andre
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Isidro. Pero la verdad es que siempre fui huérfano, acaso se habrían olvidado. Con un fajo de revistas bajo el brazo, la cámara al cuello y los versos en las sienes allá me personé. En la Laguna de Carrizalillo un viejo alimentaba patos, y posiblemente el vacío de la edad sobre sus hombros. Si tal señor era mi padre, no iba a darle la oportunidad de re-remendar los agujeros de los que otros se ocuparon en su ausencia. A estas alturas cualquiera podría ya serlo. Sin sentir tristeza ni sensación de pérdida de tiempo, apáticamente, volví a la mano de Clara. Para quien alguna vez perdiese un ser, querido o no, un ser, van estas líneas sobre la frustración del abandono en el peor de los momentos.
Manuel
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal…”. Sonó el teléfono. Mera publicidad de otra compañía telefónica. Antes de volver a sentarse decidió estirar los brazos. Era la quinta vez en menos de diez minutos que leía la misma frase sin llegar más lejos.
-Oye Carlos, la verdad es que he estado pensando en lo nuestro.
Cómo terminar todo clamando a la verdad.
No le gustaba mucho la luz y todas las tardes de verano se podían contemplar las persianas de su casa entornadas. A la vez, esa manía psicótica producía una especie de templo crepuscular en su salón. Leves rayos de sol chocando contra su pierna desnuda. Se notaban los ácaros del ambiente. Quizás ya había llegado a Comala.
Había encontrado el libro en una caja en el desván de su padre el día de su muerte. En la misma mañana, durante el entierro, conoció a la mujer que le había servido a su progenitor de amante durante veinte años. Al estrecharle la mano él mismo notó cómo le era infiel a su propia madre; allí, en un triste tanatorio de pueblo.
-Hay cosas que un hombre tiene que hacer.
Qué irónico, ¿no?
Fue a la cocina. Había pasado ya más de una hora y el libro seguía ahí cerrado. El calor de Madrid en agosto le hizo quitarse la camiseta. Fue purificador. Místico.
En vez de beberse el agua del vaso que se acababa de servir, volvió a abrir el grifo y colocó su cabeza debajo de él. Aunque lo había dejado hace meses ponderó que el suelo de la cocina era el altar donde sacrificaría de nuevo sus pulmones por uno de sus odiados Malboro. Después de la segunda calada le pareció escuchar el sonido del trote de un caballo, pero se hizo recordar a si mismo que estaba en Madrid y era 13 de agosto.
-Esta noche el fuego nos hace libres.
Toda su infancia resumida en una frase. El fuego da la vida al pueblo de Elche en una noche de verano mientras que en una aspiración se la iba quitando a su monacal existencia.
El sabor del alquitrán en la boca le hizo recordar por qué había dejado de fumar. Volvió a la mesa. Volvió a su sacristía. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.
Mi Padre, Grumo, No Un Grumo (Alex)
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Grumo. No pude encontrarlo, pero sí me topé con un gran número de vecinos bienintencionados, que accedieron gustosos y golosos a desvelarme los más sucios sucesos de su vida. Al parecer fue un palurdo integral, cosa que me alivia, porque podría haber sido un simple palurdo…
Recibió su peculiar nombre en honor al concupiscente antojo que experimentó su madre durante el embarazo –y que aún hoy no ha remitido-. La manera en la que fue concebido es digna de mención: se encontraba su madre, Filomena, felándole el cipote a un lindo y peludo marinero cuando éste, alcanzado ya el punto de ebullición, descargó todo su cuajado grumo en la laringe de la asfixiada mujer; los espermatozoides, pertrechados con todo lo necesario para la práctica de la espeleología, alcanzaron, no sin ciertas dificultades, el óvulo que –pensaron ellos- presentaba el mejor aspecto; a la postre se comprobó que estos valientes aventureros no habían podido estar más equivocados.
En su más tierna infancia, Grumo empezó a mostrar una muy precoz y excelsa estupidez, pero cuando creció y sus guindas hubieron madurado, su estupidez era ya de grado superlativo. Tenía por costumbre pavonearse al estilo pavo cada vez que su madre lo enviaba a comprar guisantes a la calle de la Vaina Verde, y como viera que esto no lograba atraer la atención de las féminas, cambió su estilo demodé por uno más actual, el de faisán. Gustaba de comer pistachos verdes, porque a los otros se le tenía prohibido el acceso. También solía consumir grandes dosis de su heroína favorita, Wonderwoman.
Era Grumo, en definitiva, un chaval que, mejor o peor, exprimía toda la pulpa a la vida. Trabajaba en una fábrica de naranjas, luego es este un punto del todo incuestionable. Recaló en su puesto de manipulador de cítricos a raíz de la buena impresión que causó al Sr. Orange, que un buen día presenció una disertación de tintes fantásticos sobre cómo sodomizar a una naranja sin dejarle marcas. Esto ocurrió en la escuela cierto Viernes Santo durante la Cuaresma de Acuarela, y desde ese momento le quedó a Grumo vetada cualquier posibilidad de continuar los estudios.
Dicho episodio no traumatizó excesivamente a Grumo, que a lo largo de su vida se había visto expulsado de innumerables sitios, recibiendo además un pésimo trato –como aquella vez que lo desahuciaron del útero materno a base de garrotazos-. Grumo continuó con su trabajo en la fábrica durante casi un año, tiempo después del cual lo abandonó, habiendo logrado ahorrar la suficiente cantidad de dinero como para iniciar cómodamente su nueva andadura vital: comenzaba su etapa de vagabundo.
El primer cometido que exigía su nueva profesión era el de preparar un hatillo, y así lo hizo; después de recorrer cinco millas con un palo y un pañuelo anudado al mismo, regresó a casa para rellenar dicho pañuelo con algo de intendencia. Una vez le dio un uso útil al hatillo, emprendió la huida definitiva de su hogar natal, al que no volvería hasta pasados muchos años, durante la Escaramuza de los Tubérculos.
Su primera parada se produjo en Onionville, aldea de renombre, famosa por el cultivo de cebollas y la doma de palomas. Allí, se fue derecho a la primera taberna-lupanar que vio –había cinco en Onionville, una por cada quince personas, tres prostitutas para cada aldeano- y, tras beberse una buena jarra de polimiel, contrató los servicios de una muchacha un tanto varonil –tenía pene-, que sin preámbulo alguno lo exprimió como él mismo lo habría hecho con una naranja. <<La tía tiene técnica, pero le falta práctica>>, pensó Grumo mientras se subía los pantalones y salía de aquel antro.
Afuera se había organizado un buen revuelo. Al parecer, el duque de Melindres iba a pasar por allí. La gente se engalanaba con sus mejores trapos de cocina y se limaba cuidadosamente los callos de los pies, pues era por todos bien conocida la escrupulosidad del aristócrata.
-¿Cree usted que voy presentable, buen hombre? –le preguntó Grumo a un viejecillo con pinta de ser amistoso.
-No te preocupes, muchacho, que yo te acicalo –contestó el viejo y, ayudándose de ambas manos, le metió la camisa por dentro del pantalón y le sacó la chorra por fuera-. Ahora pareces un lord, muchacho.
Orgulloso, Grumo se situó a un lado de la calle y esperó, junto a los demás, la inminente llegada del aclamado duque. Ésta no se hizo esperar, y de pronto un enorme y lujoso carruaje irrumpió en la calle principal de la aldea a toda velocidad, llevándose por delante a dos pobres niños que pastaban tranquilamente.
El alcalde se adelantó unos pasos, echó tierra sobre los dos recientes cadáveres y saludó al duque con excesiva afectación.
-Es un verdadero honor contar una vez más con su presencia, Su Excelencia.
El duque le dirigió una mirada inquisitiva.
-Me ha parecido notar que chocábamos contra algo. ¿Tiene usted idea de qué ha podido ser?
-Ha atropellado usted a una pareja de rufianes, de modo que le estamos francamente agradecidos –dijo el alcalde.
La madre de los chiquillos rompió a llorar desconsoladamente.
-¿Y qué es lo que le sucede a esa desdichada mujer? –preguntó el duque.
-Acabará de cortar una cebolla… Como usted bien sabe, aquí sólo nos dedicamos a eso y a la doma de palomas.
Grumo, sin poder resistirse por más tiempo, se acercó a los dos ilustres individuos y le contó al duque lo que realmente había sucedido. Éste se disgustó mucho, vomitó la merienda y juró que nunca más aparecería por allí. Dicho aquello, desapareció.
Grumo se vio obligado a huir para salvar la vida. A lo largo de diez millas –que incluían caminos, prados, bosques y hasta un río- fue perseguido por los furiosos aldeanos, encabezados por el alcalde, a cuyo lado avanzaba también la madre de los niños muertos.
Y todo esto lo saben los vecinos de Comala porque, en mayor o menor grado, nacieron omniscientes.
Sin agua (Jaratustra)
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal José Corrales al que llamaban El Revivo. Fue llegar y percibir un aire añejo, de tiempo oxidado, como al abrir un baúl en el rincón del desván. Era por primera vez que yo ponía los pies en el Continente, en tierra firme, por así decirlo, puesto que mi vida había transcurrido hasta entonces acorralada por el mar. Allí, en la isla dónde me crié, supe de mi padre y del pueblo, por una carta que me dejó mi madre; la herencia fue eso: unas apretujadas letras y un jilguero disecado al que habían abandonado ya la mitad de las plumas.
El horizonte sin agua y la ausencia de salitre marino, debieron ser, me hicieron sentir una asfixia repentina parecida a la que se tiene que experimentar al nacer, y digo esto porque cuando al fin se me pasó y pude respirar seguido, rompí a llorar como si acabaran de alumbrarme a este mundo. Solo entonces fui capaz de echar un pie tras otro sobre el empedrado lleno de abolladuras de, lo que parecía, era la única calle del lugar.
Caía la tarde y una brumosa luz se proyectaba sobre las casas de cal desconchada, se derramaba por los matojos, los tocones y las ramas secas que debieron ser jardines en las entradas. No había signo de vida, salvo un griterío que provenía del cielo, alcé la vista y observé como cientos de vencejos volaban frenéticos dibujando piruetas. Me acerqué a una ventana con los cristales tamizados de polvo, pasé la mano y me aparté al instante al ver en el interior una mujer sentada frente a un canasto de cebollas. Toqué la puerta, tímidamente primero y a golpes decididos después. Nadie abrió. Con cautela me asomé de nuevo al hueco que abrí en el cristal, la mujer no se había movido, tenía un cuchillo en la mano y enroscado a los pies dormía un gato blanco y negro. Di con los dedos en el vidrio, repetidamente, pero no advertí el menor movimiento en la mujer, ni en el gato tampoco. Me aparté, contrariado y con cierto temor, y al girarme percibí como el postigo de una puerta se cerraba enfrente. Me llegué hasta allí e hice sonar un cencerro que colgaba al lado. Pasó un rato hasta que escuché el quejido del cerrojo y se abrió una trampilla a la altura de mi pecho. Me agaché y me topé de bruces con el rostro corroído y agrio de una vieja de pelos lacios y boca fruncida.
-¿Sabe dónde vive José Corrales?
-¿Quién pregunta?
-Su hijo
Achicó los ojos y me escudriñó como viendo más allá de mi piel, miró atrás y en el espacio que se abrió a la vista atisbé la figura encorvada de un hombre agarrado a un bastón, fue un instante, pero pude apreciar con asombro que aquel individuo estaba cubierto de polvo de arriba abajo. Ella se volvió hacia mí y me dijo:
-La última casa, calle abajo a la derecha, allí vive El Revivo.
Ni tiempo de agradecer me dio, así que me encaminé al final del pueblo y pasé al zaguán de una casa de adobe con el portón abierto. Un hombre alto y desgreñado, vestido de harapos, me salió al encuentro.
-¿Quién anda?
-Me manda la Isidora, mi madre, usted le regaló un jilguero disecado y le hizo un hijo. Yo soy.
-Ya estabas tardando ¡Pasa!
Me condujo a un taller trasero, un acre hedor lo invadía todo, y yo lo seguía con los ojos puestos en las paredes atiborradas de animales, unos enteros y otros descabezados, todos en gestos y posturas vivas, quietos, con los ojos brillantes: ciervos, faisanes, zorros, ardillas, perdices, hurones, águilas, jabalíes…Me hizo sentar ante una gran mesa alta dónde reposaba el cuerpo de un mastín pardo con el vientre abierto.
-De pena se me fue el pobre Sultán –me dijo.
Y sin darme cuenta ya tenía yo agarradas las pinzas y el bisturí, ya había empezado a separar la piel y a escanciar el bote de Borax por las carnes del animal para dejar sin agua los tejidos, como si llevara una vida entera de taxidermista. Me di la vuelta, buscando la aprobación de mi padre, pero se había esfumado, estaba solo allí. Una voz llamando a José desde la entrada me sacó de mi labor.
-¡Revivo! ¡Apúrate que hay trabajo! ¡Ya se murió Atilano, el aguador!
La Mujer (Carlos)
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal José Coamil, al que trataban de Pichón, no sé si por tirarle recto a los totochilos, aunque me lo figuro así.
Yo no tengo recuerdo de mi padre y mamá nunca me contó. Salvo las veces que tomaba y me pegaba, sin querer, porque esas veces ella no se conocía, y entonces hablaba de los muchos años sola y de cómo había estado esperando a ese hijo de la tal a la salida de la cárcel, tanto tiempo que no se acordaba de cuánto había esperado. El hombre que la había tomado a los trece años, tras descerrajarle tres tiros a su papá, que era mi abuelo, durante ese tiempo en que se saqueaba y se mataba sin bandera que defender, solo nomás por nomás. De eso mamá me tuvo a mí y fue a esperarle, pero él no apareció. Ella volvió y fuimos a vivir a una casa a las afueras del pueblito, en mitad del Llano.
Recuerdo bien que de muy niña aprendí a ayudar a mamá en las cosas de la casa y el campo. Ella me enseñaba a escribir porque le había enseñado su papá, antes de que le descerrajasen tres tiros. Crecí feliz salvo por lo del sentimiento. Me daba sentimiento que mamá me contase de dolores suyos o de sus preocupaciones, que siempre eran las mismas. Se me iba formando una bola en el estómago y me ladeaba del mareo. Solo se iba cuando ya a escondidas lo escribía. Eso lo recuerdo bien.
Creo que era el viento la razón por la que mamá no me dejaba salir. Por eso y por los hombres, pero sobre todo por el viento. Ahora así lo veo. El que soplaba en el Llano era un viento rojo, que levantaba la tierra quemada hasta enceguecer. Ese debía ser el responsable de lo que pasaba, de las furias y las matanzas en el Llano, de la locura de los animales en las noches en que la luna brillaba poco y se escuchaban gritos y aullidos y nada. Debía ser así porque mis peores ideas venían solo en tardes en que soplaba ese viento frío que daba en la cara si se miraba a las montañas, que hacía que el sol cayese a plomo y subía a la luna rápidamente, como empujando tantito a la Tierra.
Mamá murió y yo vine a Comala. Mi padre también murió, por unas deudas según me dijeron. Vine por si algo dejó ese desgraciado; huyendo del sentimiento y del Llano, al que ya nada me ataba. Vine a este pueblito abandonado donde me encontrarán los forajidos, pero ya no ese viento que lo enrojecía todo y todo lo podría. Las fieras habrán dado cuenta de mis restos, pero al menos yo ya no estaré allí cuando todos terminen de perder la cabeza para prenderse fuego, y acaben de una vez y por todas con su llano en llamas.
This is my pen name and if you don’t like it… well, I have others.