Pese a que es fácil recordar las actividades lúdicas de la infancia bajo la lente de lo íntimo, como esferas perfectamente aisladas, el juguete, y por ende el juego, no suceden en un vacío. Los ensayos Juguetes de Walter Benjamin y Mitologías de Roland Barthes plantean el juego como un cordón umbilical entre el niño y el mundo adulto, un nexo con la sociedad que va configurando la realidad del niño. Se podría decir, entonces, que el juego es nuestro primer intento de darle orden y sentido al mundo que nos rodea. Un orden que viene predeterminado por la sociedad que nos ha entregado ese juego, ese juguete, en primer lugar. La pregunta que surge naturalmente de este planteamiento es, ¿puede el juego, entonces, ir más allá de su legado social?
Ursula K. Le Guin tiene un ensayo llamado la Teoría de la bolsa de la ficción. En él relata como desde la prehistoria, desde que recolectamos semillas y matamos mamuts, la historia que contamos, la que perdura, es esta última. La historia del héroe, de la guerra, la historia de matar y conquistar y penetrar. Úrsula rechaza esta historia de la humanidad y, por tanto, rechaza su propia humanidad. Solo la vuelve a reclamar cuando encuentra una nueva historia. La antropóloga Elizabeth Fisher propuso en 1975 la Teoría evolutiva de la bolsa: la primera herramienta que creó el ser humano no fue ni la lanza ni el cuchillo, fue la bolsa en la que guardamos, protegemos y compartimos aquello que nos importa. Es en la bolsa donde Úrsula encuentra una nueva historia que contar. Una historia que deja atrás el conflicto y la batalla como elemento aglutinador.
Una estructura con la que ordenamos mentalmente nuestro mundo es, en última instancia, una historia. Por tanto, si para encontrar nuestra propia humanidad tenemos que cambiar la historia, también tenemos que cambiar el juego. Proponer alternativas a la persecución del gato y el ratón, la subyugación de la hembra que protege el nido y la lucha de dos animales por la presa de las que habla Benjamin. Aspirar a algo más que la imitación descrita por Barthes del soldado, del ingeniero e incluso del aparentemente más inocuo médico, que sigue siendo parte de la misma historia mortal. Esta no es una tarea fácil, ya que todos somos partes de esa narrativa, todos seguimos tomando parte de este juego.
Al final de su inspección del juguete francés, Barthes encuentra algo distinto a la mera imitación: los juegos de construcción. Mediante los actos de creación el niño puede ver más allá del horizonte del mundo adulto. Como queda reflejada en la anécdota de Benjamin del origen del sonajero, el juego por naturaleza es creativo, capaz de llegar a algo mayor que la suma de sus partes. Ahí en mi opinión está su mayor fortaleza y la dirección a la que debemos mirar: no hay mejor manera de acabar con la historia de la guerra que aprender a crear una nueva.