Textos propios

«A madre y a hija» (por Mariona)

Yo tuve dos hijitas. Una se llamaba Anabel, era muy llorona y necesitaba siempre mi atención y consuelo. Le daba el biberón y le susurraba canciones mirándola con fijación a los ojitos grisáceos para que se durmiera tras el eructo contiguo. Me gustaba acunarla y vestirla repetidamente con la misma ropita que compartía con la hijita de mi prima. También nos intercambiábamos los carritos con los que las paseábamos, pero Anabel lloraba cuando le decía – vete con la tía – y, tendiendo los brazos hacia mí, contestaba – mamá, mamá – entre sollozos. El padre de mi sobrina murió antes de que ella naciera; el de mi hijita, nunca existió. La había concebido yo sola, como María. Y como nadie hablaba nunca del embarazo, tampoco tenía que dar más explicación que esta si las madres de otras niñas me preguntaban por la ausencia del progenitor. Montadas en el cochecito, las llevábamos juntas a la guardería. Así nosotras podíamos ir al mercado y decir – ponme ciento cincuenta gramos de jamón dulce y un puñado de avellanas – y sacar del portamonedas veinticinco pesetas que metíamos en la caja registradora y que luego recuperábamos para atar al cordel con el que hacíamos girar la peonza. 

Al verano siguiente sucedió algo extraordinario: me di cuenta de que el cuerpo de mi hijita había empequeñecido. También su cabeza y sus manos, y sus uñas apenas podían apreciarse. Y al siguiente, todavía más. Y como ya no lloraba tanto, empecé a dejarla solita durante el día hasta la hora de besarle la frente y acostarnos abrazadas. Y al siguiente, todavía más. Y un día la llevé a casa de los abuelos, la metí en la cama del cuarto de estar y se me olvidó recogerla antes de irnos. Entonces pensé que mi hijita ya no me necesitaba y que mis abuelos vigilarían su plácido sueño hasta el verano siguiente.

Años más tarde, mi hermano la encontró en el armario donde los primos nos encerrábamos después de comer todos los domingos. A mis espaldas, empezaron a practicarle exorcismos porque decían que estaba poseída. La sacudían, le pegaban puñetazos, la lanzaban por la ventana y le acuchillaron la cabeza con un bolígrafo que le dejó una cara asimétricamente absorbida. La recogí del suelo sucia de tinta y se me hizo aquel nudo en la garganta de cuando lloras por dentro porque mi hijita había sido asesinada. De aquella aflicción todos dijeron que ya era mayor para tanta niñería. Y aunque seguía siendo la misma, la miré con la pena con que se miran las cosas que son contempladas por última vez.

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