La traducción invisible
Imaginemos que Pierre Menard se sentó un buen día a traducir un libro, y no cualquiera, sino el Quijote, aquel que Borges prefería en inglés. Y lo tradujo. Es más, Menard lo tradujo de forma fiel.
Ahora bien, no habrán de buscarse diferencias entre su texto y el original cervantino, puesto que entre ambos textos se teje una relación de identidad absoluta. Técnicamente, este el sueño de toda traducción, poder reproducir exactamente su original. Esta concepción de la idea de lo que es una auténtica traducción traiciona a Menard y nos facilita seguir el hilo de sus lecturas preparatorias hasta Steiner y Benjamin. Por eso, por tratar de llevar a la práctica una concepción tan singularísima, a la vez problematiza en su (anti)traducción los principios que presentan los dos autores, es decir, la identidad en su relación con la forma y el sentido de dos textos. Además, Menard responde al mismo tiempo al interrogante del lugar que ocupa la traducción como actividad textual dentro de las categorías que esboza Steiner en Presencias Reales, sea como producción primaria (que no añade o suma nada que no implique de forma explícita y directa el texto) o secundaria (un metatexto más que se arroga incluso la libertad de decirse igual al original, de hablarle de tú a tú).
Así que, en esta breve fantasía, partamos de la base de que Menard habita el mundo sin metatexto que añora Steiner. En este universo sin literatura secundaria no cabe interpretar el texto, en la medida en que existe un impulso interpretativo en actividades como la crítica o la teoría literaria, que no han llevado sino a una proliferación de palabrerías y pantallas que dificultan el acceso a los originales. En el mundo sin metatexto, solo se puede decir lo que el propio texto o lo que sus parientes más cercanos (autor, cotexto) añadan de forma directa, sin que sea lícito penetrar en el terreno insondable de la subjetividad interpretativa, si es que es posible evitarlo.
En ese supuesto, antes de ponerse a traducir Menard ya se ve desprovisto de la posibilidad de someter a interpretación al original. Ahora bien, la traducción es, de entrada, interpretación, en la medida en la que el lenguaje no es perfecto en el sentido etimológico, es decir, que nunca ha terminado de decirlo todo. Por lo tanto, ¿cómo puede decidir Menard cuándo detener o cómo controlar los posibles significados que presentará el texto? Y, además, ¿cómo tratar de extirparle el factor interpretativo a la traducción, cuando por otro lado sabemos que pensar es traducir, en otras palabras, que pensar es también interpretar? Menard encuentra la solución en los mismos textos de Steiner y Benjamin, que le presentan los conceptos de equivalencia, forma y sentido, la brújula del traductor en el bravío mar de los sentidos.
Resueltos los prolegómenos, Menard aborda la tarea, y, sorprendentemente, en sus manos van teniendo lugar las distintas fases de la traducción de las que habló Steiner. En primer lugar, entre el plano del texto original y él como traductor se establece una relación inicial de confianza, de revelación de secretos. No obstante, a esta fase le sigue el momento de la agresión. Lo que está teniendo lugar es la ruptura entre las expectativas de transmisión de la carga semántica que contiene el original y las de admisión que contiene la lengua de destino. Hagamos ahora un breve paréntesis. El texto de destino ya está, en cierta medida, escrito. La lengua de destino ya sabe lo que espera y lo que no espera oír, y es necesario violentar, forzar y manipular al texto para hacerlo entrar en ella. Hay dos formas de hacer esto ―se dice Menard―, violentar la forma para mantener el sentido, o viceversa. En ese mismo momento, recuerda un volumen que dejó allí a medio leer unos días atrás: La tarea del traductor. Menard se entrega a su lectura aplicadamente, y recibe como caída del cielo la tesis benjaminiana: la forma, la forma, la forma. En lo que respecta al sentido, no se debe sino rozar su esfera y apoyar este movimiento en las coincidencias formales entre original y traducción, garantizando así la equivalencia entre los textos, es decir, eso garantizará que el lector pueda confiar en la traducción.
De modo que, enfrentado al mar de los sentidos y las formas, Menard decide armarse de paciencia para tratar de incorporar (así se llama esta fase en Steiner), poco a poco, las pequeñas modificaciones en la lengua de llegada que permitan incorporar el peso del original al texto meta. Esta tarea raya la artesanía, la musivaria o la relojería. Transcurrirán meses, meses sin levantar la vista del trabajo y sin percatarse de la continuidad de la vida.
Entonces, y solo entonces, se entregará a la tarea final, la restitución completa de aquello que componía al texto original en el nuevo lugar que ocupa en el texto meta, lo cual requiere una meticulosa revisión que equilibre las presencias que habitan ambos textos.
Y, tras otro mes de dar la vuelta, Pierre Menard levantará la cabeza, se quitará las gafas al tiempo que aleja un poco la silla del escritorio y verá que ha reescrito, punto por punto, coma por coma, el mismo libro.
Bibliografía utilizada:
«Pierre Menard, autor del Quijote», de J. L. Borges (Emece).
«La tarea del traductor», de W. Benjamin (Taurus).
Prefacio a «Después de Babel» (FCE) y «Una cuidad secundaria» en «Presencias reales» (Siruela), ambos de G. Steiner.